EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
EVANGELII GAUDIUM
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FIELES LAICOS
SOBRE
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
EN EL MUNDO ACTUAL
Cuando la vida interior se
clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no
entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce
alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. (2)
Nadie podrá quitarnos la dignidad
que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la
cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que
siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús,
nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida
que nos lanza hacia adelante! (3)
La vida se acrecienta dándola y
se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan
de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la
misión de comunicar vida a los demás. (10)
La Iglesia, como
madre siempre atenta, se empeña para que vivan una conversión que les devuelva
la alegría de la fe y el deseo de comprometerse con el Evangelio. (14)
CAPÍTULO PRIMERO
LA TRANSFORMACIÓN MISIONERA DE LA IGLESIA
LA TRANSFORMACIÓN MISIONERA DE LA IGLESIA
Todos
somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y
atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio.
Es
vital que hoy la Iglesia
salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las
ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo,
no puede excluir a nadie. (13)
La comunidad evangelizadora se
mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias,
se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando
la carne sufriente de Cristo en el pueblo. (24)
Su alegría de comunicar a
Jesucristo se expresa tanto en su preocupación por anunciarlo en otros lugares
más necesitados como en una salida constante hacia las periferias de su propio
territorio o hacia los nuevos ámbitos socioculturales. (30)
Ante todo hay que decir que en el
anuncio del Evangelio es necesario que haya una adecuada proporción. Ésta se
advierte en la frecuencia con la cual se mencionan algunos temas y en los
acentos que se ponen en la predicación. (38)
Cuando la predicación es fiel al
Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de algunas verdades y
queda claro que la predicación moral cristiana no es una ética estoica, es más
que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y
errores. El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos
salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el
bien de todos. (39)
Al mismo tiempo, los enormes y
veloces cambios culturales requieren que prestemos una constante atención para
intentar expresar las verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir
su permanente novedad. (41)
La Iglesia también
puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente ligadas al núcleo
del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya no
son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser percibido
adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el mismo servicio en
orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos miedo de revisarlas. Del
mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales que pueden haber sido muy
eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza educativa como
cauces de vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que los preceptos dados por
Cristo y los Apóstoles al Pueblo de Dios «son poquísimos». Citando a san Agustín,
advertía que los preceptos añadidos por la Iglesia posteriormente deben exigirse con
moderación «para no hacer pesada la vida a los fieles» y convertir nuestra
religión en una esclavitud, cuando «la misericordia de Dios quiso que fuera
libre» (43)
Prefiero una Iglesia accidentada,
herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el
encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. (49)
CAPÍTULO SEGUNDO
EN LA CRISIS DEL COMPROMISO COMUNITARIO
EN LA CRISIS DEL COMPROMISO COMUNITARIO
La crisis financiera que
atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis
antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos
ídolos. (55)
El Papa ama a todos, ricos y
pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los ricos
deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos. Os exhorto a la
solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas a una
ética en favor del ser humano. (58)
Así como el bien tiende a
comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su
potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema
político y social por más sólido que parezca. (59)
61. Evangelizamos también cuando
tratamos de afrontar los diversos desafíos que puedan presentarse[56]. A veces éstos se
manifiestan en verdaderos ataques a la libertad religiosa o en nuevas
situaciones de persecución a los cristianos, las cuales en algunos países han alcanzado niveles
alarmantes de odio y violencia. En muchos lugares se trata más
bien de una difusa indiferencia relativista, relacionada con el desencanto y la
crisis de las ideologías
que se provocó como reacción contra todo lo que parezca totalitario. Esto no
perjudica sólo a la Iglesia,
sino a la vida social en general. Reconozcamos que una cultura, en la cual cada
uno quiere ser el portador de una propia verdad subjetiva, vuelve difícil que
los ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los beneficios y
deseos personales.
En la cultura predominante, el
primer lugar está ocupado por lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido,
lo superficial, lo provisorio. Lo real cede el lugar a la apariencia. (62)
Además, es necesario que reconozcamos que, si parte
de nuestro pueblo bautizado no experimenta su pertenencia a la Iglesia, se debe también a
la existencia de unas estructuras y a un clima poco acogedores en algunas de
nuestras parroquias y comunidades, o a una actitud burocrática para dar
respuesta a los problemas, simples o complejos, de la vida de nuestros pueblos.
(63)
El proceso de secularización
tiende a reducir la fe y la
Iglesia al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Además, al
negar toda trascendencia, ha producido una creciente deformación ética, un
debilitamiento del sentido del pecado personal y social y un progresivo aumento
del relativismo, que ocasionan una desorientación generalizada, especialmente
en la etapa de la adolescencia y la juventud, tan vulnerable a los cambios.
Como bien indican los Obispos de Estados Unidos de América, mientras la Iglesia insiste en la
existencia de normas morales objetivas, válidas para todos, «hay quienes
presentan esta enseñanza como injusta, esto es, como opuesta a los derechos
humanos básicos. Tales alegatos suelen provenir de una forma de relativismo
moral que está unida, no sin inconsistencia, a una creencia en los derechos
absolutos de los individuos. En este punto de vista se percibe a la Iglesia como si promoviera
un prejuicio particular y como si interfiriera con la libertad individual». Vivimos en una sociedad de la
información que nos satura indiscriminadamente de datos, todos en el mismo
nivel, y termina llevándonos a una tremenda superficialidad a la hora de
plantear las cuestiones morales. Por consiguiente, se vuelve necesaria una educación
que enseñe a pensar críticamente y que ofrezca un camino de maduración en
valores. (64)
La Iglesia católica
… En repetidas ocasiones ha servido de mediadora en favor de la solución de
problemas que afectan a la paz, la concordia, la tierra, la defensa de la vida,
los derechos humanos y ciudadanos, etc. ¡Y cuánto aportan las escuelas y
universidades católicas en todo el mundo! Es muy bueno que así sea. Pero nos
cuesta mostrar que, cuando planteamos otras cuestiones que despiertan menor
aceptación pública, lo hacemos por fidelidad a las mismas convicciones sobre la
dignidad humana y el bien común. (65)
El matrimonio tiende a ser visto
como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de
cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero
el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la
emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja. Como enseñan
los Obispos franceses, no procede «del sentimiento amoroso, efímero por definición,
sino de la profundidad del compromiso asumido por los esposos que aceptan
entrar en una unión de vida total». (66)
Nuestro dolor y nuestra vergüenza
por los pecados de algunos miembros de la Iglesia, y por los propios, no deben hacer
olvidar cuántos cristianos dan la vida por amor: ayudan a tanta gente a curarse
o a morir en paz en precarios hospitales, o acompañan personas esclavizadas por
diversas adicciones en los lugares más pobres de la tierra, o se desgastan en
la educación de niños y jóvenes, o cuidan ancianos abandonados por todos, o
tratan de comunicar valores en ambientes hostiles, o se entregan de muchas
otras maneras que muestran ese inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado
el Dios hecho hombre. (76)
Se desarrolla en los agentes
pastorales, más allá del estilo espiritual o la línea de pensamiento que puedan
tener, un relativismo todavía más peligroso que el doctrinal. Tiene que ver con
las opciones más profundas y sinceras que determinan una forma de vida. Este
relativismo práctico es actuar como si Dios no existiera, decidir como si los
pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran, trabajar como si
quienes no recibieron el anuncio no existieran. Llama la atención que aun
quienes aparentemente poseen sólidas convicciones doctrinales y espirituales
suelen caer en un estilo de vida que los lleva a aferrarse a seguridades
económicas, o a espacios de poder y de gloria humana que se procuran por
cualquier medio, en lugar de dar la vida por los demás en la misión. ¡No nos
dejemos robar el entusiasmo misionero! (80)
Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor
y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas
quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha
si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar
perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la
dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin
declararse vencidos, y recordar lo que el Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi
gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad» (2 Co 12,9).
El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es
bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates
del mal. El mal espíritu de la derrota es hermano de la tentación de separar
antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y
egocéntrica. (85)
En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que
es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos
de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de
forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas
de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta
forma mantengan viva la esperanza»
(86)
Así como algunos quisieran un
Cristo puramente espiritual, sin carne y sin cruz, también se pretenden
relaciones interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados, por
pantallas y sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras
tanto, el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el
rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus
reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La
verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la
pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de
los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la
ternura. (88)
La vuelta a lo sagrado y las
búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son fenómenos ambiguos.
Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a
la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas
alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro. (89)
Un desafío importante es mostrar
que la solución nunca consistirá en escapar de una relación personal y
comprometida con Dios que al mismo tiempo nos comprometa con los otros. (91)
¡Cuántas veces soñamos con planes
apostólicos expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales
derrotados! Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser
historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada
en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es
«sudor de nuestra frente». (96)
A los cristianos de todas las
comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de comunión
fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar
cómo os cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os
acompañáis: «En esto reconocerán que sois mis discípulos, en el amor que os
tengáis unos a otros» (Jn 13,35). Es lo que con tantos deseos pedía
Jesús al Padre: «Que sean uno en nosotros […] para que el mundo crea» (Jn 17,21). (99)
Todos tenemos simpatías y
antipatías, y quizás ahora mismo estamos enojados con alguno. Al menos digamos
al Señor: «Señor, yo estoy enojado con éste, con aquélla. Yo te pido por él y
por ella». Rezar por aquel con el que estamos irritados es un hermoso paso en
el amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el
ideal del amor fraterno! (101)
CAPÍTULO TERCERO
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
No
puede haber auténtica evangelización sin la proclamación explícita de
que Jesús es el Señor, y sin que exista un primado de la proclamación de
Jesucristo en cualquier actividad de evangelización. (110)
Dios ha gestado un camino para
unirse a cada uno de los seres humanos de todos los tiempos. Ha elegido
convocarlos como pueblo y no como seres aislados. Nadie se salva
solo, esto es, ni como individuo aislado ni por sus propias fuerzas. Dios nos
atrae teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que
supone la vida en una comunidad humana. Este pueblo que Dios se ha elegido y
convocado es la Iglesia.
(113)
Este Pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la
tierra, cada uno de los cuales tiene su cultura propia. La
noción de cultura es una valiosa herramienta para entender las diversas
expresiones de la vida cristiana que se dan en el Pueblo de Dios. Se trata del
estilo de vida que tiene una sociedad determinada, del modo propio que tienen
sus miembros de relacionarse entre sí, con las demás criaturas y con Dios. Así
entendida, la cultura abarca la totalidad de la vida de un pueblo. (115)
No haría justicia a la lógica de
la encarnación pensar en un cristianismo monocultural y monocorde. Si bien es
verdad que algunas culturas han estado estrechamente ligadas a la predicación
del Evangelio y al desarrollo de un pensamiento cristiano, el mensaje revelado
no se identifica con ninguna de ellas y tiene un contenido transcultural. (117)
No podemos pretender que los
pueblos de todos los continentes, al expresar la fe cristiana, imiten los modos
que encontraron los pueblos europeos en un determinado momento de la historia,
porque la fe no puede encerrarse dentro de los confines de la comprensión y de
la expresión de una cultura.
Es indiscutible que una sola cultura no agota el misterio de la redención de
Cristo. (118)
El Espíritu lo guía en la verdad
y lo conduce a la salvación[96]. Como parte de su
misterio de amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de
un instinto de la fe —el sensus fidei— que
los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu
otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y
una sabiduría que los permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el
instrumental adecuado para expresarlas con precisión. (119)
Pienso en la fe firme de esas
madres al pie del lecho del hijo enfermo que se aferran a un rosario aunque no
sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza
derramada en una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a
María, o en esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado. Quien ama al
santo Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones sólo como una búsqueda
natural de la divinidad. Son la manifestación de una vida teologal animada por
la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones
(cf. Rm 5,5). (125)
En esta predicación, siempre respetuosa y amable, el
primer momento es un diálogo personal, donde la otra persona se expresa y
comparte sus alegrías, sus esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y
tantas cosas que llenan el corazón. Sólo después de esta conversación es
posible presentarle la Palabra,
sea con la lectura de algún versículo o de un modo narrativo, pero siempre
recordando el anuncio fundamental: el amor personal de Dios que se hizo hombre,
se entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad. (128)
Si dejamos que las dudas y
temores sofoquen toda audacia, es posible que, en lugar de ser creativos,
simplemente nos quedemos cómodos y no provoquemos avance alguno y, en ese caso,
no seremos partícipes de procesos históricos con nuestra cooperación, sino
simplemente espectadores de un estancamiento infecundo de la Iglesia. (129)
II. La homilía
Uno se admira de los recursos que tenía el Señor para
dialogar con su pueblo, para revelar su misterio a todos, para cautivar a gente
común con enseñanzas tan elevadas y de tanta exigencia. Creo que el
secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus
debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha
parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús predica con ese
espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le atrae a los
pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las has revelado a
pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en dialogar
con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a su
gente. (141)
No se nos pide que seamos
inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo
profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos. Lo
indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de
que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra.
Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente
y deseará sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no se
detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su propia
vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no dedica un tiempo
para orar con esa Palabra, entonces sí será un falso profeta, un estafador o un
charlatán vacío. (151)
En la presencia de Dios, en una
lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me
dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este
mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?», o bien:
«¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me
atrae?». Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones. Una de
ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y cerrarse; otra tentación muy
común es comenzar a pensar lo que el texto dice a otros, para evitar aplicarlo
a la propia vida. También sucede que uno comienza a buscar excusas que le permitan
diluir el mensaje específico de un texto. Otras veces pensamos que Dios nos
exige una decisión demasiado grande, que no estamos todavía en condiciones de
tomar. Esto lleva a muchas personas a perder el gozo en su encuentro con la Palabra, pero sería olvidar
que nadie es más paciente que el Padre Dios, que nadie comprende y espera como
Él. Invita siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si
todavía no hemos recorrido el camino que la hace posible. Simplemente quiere
que miremos con sinceridad la propia existencia y la presentemos sin mentiras
ante sus ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él
lo que todavía no podemos lograr. (153)
La centralidad del kerygma demanda
ciertas características del anuncio que hoy son necesarias en todas partes: que
exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa, que
no imponga la verdad y que apele a la libertad, que posea unas notas de
alegría, estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa que no reduzca la
predicación a unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas.
Esto exige al evangelizador ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el
anuncio: cercanía, apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que no
condena. (165)
Otra característica de la
catequesis, que se ha desarrollado en las últimas décadas, es la de una
iniciación mistagógica, que significa
básicamente dos cosas: la necesaria progresividad de la experiencia formativa
donde interviene toda la comunidad y una renovada valoración de los signos
litúrgicos de la iniciación cristiana. (166)
CAPÍTULO CUARTO
LA DIMENSIÓN SOCIAL DE LA EVANGELIZACIÓN
LA DIMENSIÓN SOCIAL DE LA EVANGELIZACIÓN
El misterio mismo de la Trinidad nos recuerda que
fuimos hechos a imagen de esa comunión divina, por lo cual no podemos
realizarnos ni salvarnos solos. Desde el corazón del Evangelio reconocemos la
íntima conexión que existe entre evangelización y promoción humana, que
necesariamente debe expresarse y desarrollarse en toda acción evangelizadora. (178)
La Palabra de Dios
enseña que en el hermano está la permanente prolongación de la Encarnación para cada
uno de nosotros: «Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños,
lo hicisteis a mí» (Mt 25,40). Lo que hagamos con los demás tiene
una dimensión trascendente: «Con la medida con que midáis, se os medirá» (Mt 7,2);
y responde a la misericordia divina con nosotros: «Sed compasivos como vuestro
Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis
condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará […] Con la medida
con que midáis, se os medirá» (Lc 6,36-38). Lo que expresan estos
textos es la absoluta prioridad de la «salida de sí hacia el hermano» como uno
de los dos mandamientos principales que fundan toda norma moral y como el signo
más claro para discernir acerca del camino de crecimiento espiritual en
respuesta a la donación absolutamente gratuita de Dios. (179)
El Reino que se anticipa y crece
entre nosotros lo toca todo y nos recuerda aquel principio de discernimiento
que Pablo VI proponía con relación al verdadero desarrollo: «Todos los hombres
y todo el hombre». Sabemos que «la evangelización no
sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el
curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta,
personal y social del hombre» (181)
Ya no se puede decir que la
religión debe recluirse en el ámbito privado y que está sólo para preparar las
almas para el cielo. Sabemos que Dios quiere la felicidad de sus hijos también
en esta tierra, aunque estén llamados a la plenitud eterna, porque Él creó todas
las cosas «para que las disfrutemos» (1 Tm 6,17), para que todos puedan
disfrutarlas. (182)
Una auténtica fe —que nunca es
cómoda e individualista— siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo,
de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la
tierra. Amamos
este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo
habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con
sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa común y todos somos
hermanos. Si bien «el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea
principal de la política», la
Iglesia
«no puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia». Todos los cristianos, también los
Pastores, están llamados a preocuparse por la construcción de un mundo mejor. (183)
El
Padre bueno quiere escuchar el clamor de los pobres: «He visto la aflicción de mi
pueblo en Egipto, he escuchado su clamor ante sus opresores y conozco sus
sufrimientos. He bajado para librarlo […] Ahora, pues, ve, yo te envío…» (Ex 3,7-8.10),
y se muestra solícito con sus necesidades: «Entonces los israelitas clamaron al
Señor y Él les suscitó un libertador» (Jc 3,15). Hacer
oídos sordos a ese clamor, cuando nosotros somos los instrumentos de Dios para
escuchar al pobre, nos sitúa fuera de la voluntad del Padre y de su proyecto, porque ese
pobre «clamaría al Señor contra ti y tú te cargarías con un pecado» (Dt 15,9).
(187)
La Iglesia ha reconocido que la exigencia de escuchar este
clamor brota de la misma obra liberadora de la gracia en cada uno de nosotros,
por lo cual no se trata de una misión reservada sólo a algunos: «La Iglesia, guiada por el
Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor
por la justicia y quiere responder a él con todas sus fuerzas». En este marco se comprende
el pedido de Jesús a sus discípulos: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37), lo cual implica tanto la
cooperación para resolver las causas estructurales de la pobreza y para
promover el desarrollo integral de los pobres, como los gestos más simples y
cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas que encontramos.
(188)
La solidaridad es una reacción
espontánea de quien reconoce la función social de la propiedad y el destino
universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad privada. La
posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de
manera que sirvan mejor al bien común, por lo cual la solidaridad debe vivirse
como la decisión de devolverle al pobre lo que le corresponde. (189)
Pero queremos más todavía,
nuestro sueño vuela más alto. No hablamos sólo de asegurar a todos la comida, o
un «decoroso sustento», sino de que tengan «prosperidad sin exceptuar
bien alguno». Esto implica
educación, acceso al cuidado de la salud y especialmente trabajo, porque en el
trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta
la dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás
bienes que están destinados al uso común. (192)
El corazón de Dios tiene un sitio
preferencial para los pobres, tanto que hasta Él mismo «se hizo pobre» (2 Co 8,9).
… Cuando comenzó a
anunciar el Reino, lo seguían multitudes de desposeídos, y así manifestó lo que
Él mismo dijo:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para
anunciar el Evangelio a los pobres» (Lc 4,18). A los que estaban cargados de
dolor, agobiados de pobreza, les aseguró que Dios los tenía en el centro de su
corazón: «¡Felices vosotros, los pobres, porque el Reino de Dios os pertenece!»
(Lc 6,20); con
ellos se identificó: «Tuve hambre y me disteis de comer», y enseñó que la
misericordia hacia ellos es la llave del cielo (cf. Mt 25,35s).
(197)
El pobre, cuando es amado, «es
estimado como de alto valor»,
y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de
cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales
o políticos. (199)
Los planes asistenciales, que
atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras.
Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando
a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y
atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los
problemas del mundo y en definitiva ningún problema. (202)
Es imperioso que los gobernantes
y los poderes financieros levanten la mirada y amplíen sus perspectivas, que
procuren que haya trabajo digno, educación y cuidado de la salud para todos los
ciudadanos. ¿Y por qué no acudir a Dios para que inspire sus planes? Estoy
convencido de que a partir de una apertura a la trascendencia podría formarse
una nueva mentalidad política y económica que ayudaría a superar la dicotomía
absoluta entre la economía y el bien común social. (205)
Todo acto económico de envergadura
realizado en una parte del planeta repercute en el todo; por ello ningún
gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común. De hecho, cada
vez se vuelve más difícil encontrar soluciones locales para las enormes
contradicciones globales. (206)
Es indispensable prestar atención
para estar cerca de nuevas formas de pobreza y fragilidad donde estamos
llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque eso aparentemente no nos aporte
beneficios tangibles e inmediatos: los sin techo, los toxicodependientes, los
refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada vez más solos y abandonados,
etc. Los migrantes me plantean un desafío particular por ser Pastor de una
Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos. (210)
Siempre me angustió la situación
de los que son objeto de las diversas formas de trata de personas. Quisiera que
se escuchara el grito de Dios preguntándonos a todos: «¿Dónde está tu hermano?»
(Gn 4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo? ¿Dónde está ese que estás
matando cada día en el taller clandestino, en la red de prostitución, en los
niños que utilizas para mendicidad, en aquel que tiene que trabajar a
escondidas porque no ha sido formalizado? No nos hagamos los distraídos. Hay
mucho de complicidad. ¡La pregunta es para todos! En nuestras ciudades está
instalado este crimen mafioso y aberrante, y muchos tienen las manos preñadas
de sangre debido a la complicidad cómoda y muda. (211)
Doblemente
pobres son las mujeres que sufren situaciones de exclusión, maltrato y
violencia, porque frecuentemente se encuentran con menores posibilidades de
defender sus derechos. Sin embargo, también entre ellas encontramos
constantemente los más admirables gestos de heroísmo cotidiano en la defensa y
el cuidado de la fragilidad de sus familias. (212)
Entre
esos débiles, que la Iglesia
quiere cuidar con predilección, están también los niños por nacer, que son los
más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy se les quiere negar su
dignidad humana en orden a hacer con ellos lo que se quiera, quitándoles la
vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda impedirlo. Frecuentemente,
para ridiculizar alegremente la defensa que la Iglesia hace de sus vidas,
se procura presentar su postura como algo ideológico, oscurantista y
conservador. Sin embargo, esta defensa de la vida por nacer está íntimamente
ligada a la defensa de cualquier derecho humano. Supone la convicción de que un
ser humano es siempre sagrado e inviolable, en cualquier situación y en cada
etapa de su desarrollo. Es un fin en sí mismo y nunca un medio para resolver
otras dificultades. Si esta convicción cae, no quedan fundamentos sólidos y
permanentes para defender los derechos humanos, que siempre estarían sometidos
a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno. La sola razón es
suficiente para reconocer el valor inviolable de cualquier vida humana, pero si
además la miramos desde la fe, «toda violación de la dignidad personal del ser
humano grita venganza delante de Dios y se configura como ofensa al Creador del
hombre». (213)
No es progresista pretender
resolver los problemas eliminando una vida humana. Pero también es verdad que
hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las mujeres que se encuentran
en situaciones muy duras, donde el aborto se les presenta como una rápida
solución a sus profundas angustias, particularmente cuando la vida que crece en
ellas ha surgido como producto de una violación o en un contexto de extrema
pobreza. ¿Quién puede dejar de comprender esas situaciones de tanto dolor?
(214)
La paz social no puede entenderse
como un irenismo o como una mera ausencia de violencia lograda por la
imposición de un sector sobre los otros. … La dignidad de la persona humana y el bien
común están por encima de la tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a
sus privilegios.
(218)
En definitiva, una paz que no surja como fruto
del desarrollo integral de todos, tampoco tendrá futuro y siempre será semilla
de nuevos conflictos y de variadas formas de violencia. (219)
Para avanzar en esta construcción
de un pueblo en paz, justicia y fraternidad, hay cuatro principios relacionados
con tensiones bipolares propias de toda realidad social. (221)
Este principio permite trabajar a
largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos. … Darle prioridad al
espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en el presente, para
intentar tomar posesión de todos los espacios de poder y autoafirmación. Es
cristalizar los procesos y pretender detenerlos. Darle prioridad al tiempo es
ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios. (223)
La solidaridad, entendida en su
sentido más hondo y desafiante, se convierte así en un modo de hacer la
historia, en un ámbito viviente donde los conflictos, las tensiones y los
opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida. No es
apostar por un sincretismo ni por la absorción de uno en el otro, sino por la
resolución en un plano superior que conserva en sí las virtualidades valiosas
de las polaridades en pugna. (228)
Esto supone evitar diversas
formas de ocultar la realidad: los purismos angélicos, los totalitarismos de lo
relativo, los nominalismos declaracionistas, los proyectos más formales que
reales, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin bondad, los
intelectualismos sin sabiduría. (231)
Hay políticos —e incluso dirigentes
religiosos— que se preguntan por qué el pueblo no los comprende y no los sigue,
si sus propuestas son tan lógicas y claras. Posiblemente sea porque se
instalaron en el reino de la pura idea y redujeron la política o la fe a la
retórica. (232)
No hay que obsesionarse demasiado
por cuestiones limitadas y particulares. Siempre hay que ampliar la mirada para
reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin
evadirse, sin desarraigos. Es necesario hundir las raíces en la tierra fértil y
en la historia del propio lugar, que es un don de Dios. Se trabaja en lo
pequeño, en lo cercano, pero con una perspectiva más amplia. (235)
A los cristianos, este principio
nos habla también de la totalidad o integridad del Evangelio que la Iglesia nos transmite y
nos envía a predicar.
… La Buena
Noticia
es la alegría de un Padre que no quiere que se pierda ninguno de sus pequeñitos.
(237)
La evangelización también implica
un camino de diálogo. Para la
Iglesia, en este tiempo hay particularmente tres campos de
diálogo en los cuales debe estar presente, para cumplir un servicio a favor del
pleno desarrollo del ser humano y procurar el bien común: el diálogo con los
Estados, con la sociedad —que incluye el diálogo con las culturas y con las
ciencias— y con otros creyentes que no forman parte de la Iglesia católica. (238)
La Iglesia proclama
«el evangelio de la paz» (Ef 6,15) y está abierta a la colaboración
con todas las autoridades nacionales e internacionales para cuidar este bien
universal tan grande. Al anunciar a Jesucristo, que es la paz en persona
(cf. Ef 2,14), la nueva evangelización anima a todo bautizado
a ser instrumento de pacificación y testimonio creíble de una vida reconciliada. (239)
242. El diálogo entre ciencia y
fe también es parte de la acción evangelizadora que pacifica.[189] El cientismo y el
positivismo se rehúsan a «admitir como válidas las formas de conocimiento
diversas de las propias de las ciencias positivas»… La fe no le tiene miedo a la
razón; al contrario, la busca y confía en ella, porque «la luz de la razón y la
de la fe provienen ambas de Dios»,
y no pueden contradecirse entre sí. (242)
Pero, en ocasiones, algunos
científicos van más allá del objeto formal de su disciplina y se extralimitan
con afirmaciones o conclusiones que exceden el campo de la propia ciencia. En
ese caso, no es la razón lo que se propone, sino una determinada ideología que
cierra el camino a un diálogo auténtico, pacífico y fructífero. (243)
La credibilidad del anuncio
cristiano sería mucho mayor si los cristianos superaran sus divisiones y la Iglesia realizara «la
plenitud de catolicidad que le es propia, en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente
por el Bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión». Tenemos que recordar siempre que
somos peregrinos, y peregrinamos juntos. Para eso, hay que confiar el corazón
al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas, y mirar ante todo lo que
buscamos: la paz en el rostro del único Dios. (244)
No se trata sólo de recibir
información sobre los demás para conocerlos mejor, sino de recoger lo que el
Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros….. A través
de un intercambio de dones, el Espíritu puede llevarnos cada vez más a la
verdad y al bien. (246)
Dios sigue obrando en el pueblo
de la Antigua Alianza
y provoca tesoros de sabiduría que brotan de su encuentro con la Palabra divina. Por eso, la Iglesia también se
enriquece cuando recoge los valores del Judaísmo. (249)
Este diálogo interreligioso es
una condición necesaria para la paz en el mundo, y por lo tanto es un deber
para los cristianos, así como para otras comunidades religiosas. (250)
La verdadera apertura implica
mantenerse firme en las propias convicciones más hondas, con una identidad
clara y gozosa, pero «abierto a comprender las del otro» y «sabiendo que el
diálogo realmente puede enriquecer a cada uno».
(251)
Los cristianos deberíamos acoger
con afecto y respeto a los inmigrantes del Islam que llegan a nuestros países,
del mismo modo que esperamos y rogamos ser acogidos y respetados en los países
de tradición islámica. ¡Ruego, imploro humildemente a esos países que den
libertad a los cristianos para poder celebrar su culto y vivir su fe, teniendo
en cuenta la libertad que los creyentes del Islam gozan en los países
occidentales!
(253)
Un sano pluralismo, que de verdad
respete a los diferentes y los valore como tales, no implica una privatización
de las religiones, con la pretensión de reducirlas al silencio y la oscuridad
de la conciencia de cada uno, o a la marginalidad del recinto cerrado de los
templos, sinagogas o mezquitas. Se trataría, en definitiva, de una nueva forma
de discriminación y de autoritarismo. El debido respeto a las minorías de
agnósticos o no creyentes no debe imponerse de un modo arbitrario que silencie
las convicciones de mayorías creyentes o ignore la riqueza de las tradiciones
religiosas. Eso a la larga fomentaría más el resentimiento que la tolerancia y
la paz. (255)
CAPÍTULO QUINTO
EVANGELIZADORES CON ESPÍRITU
EVANGELIZADORES CON ESPÍRITU
Desde el punto de vista de la
evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso
social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una
espiritualidad que transforme el corazón. (262).
La primera motivación para
evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser
salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que
no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo
conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos
en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar
cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra
vida tibia y superficial. (264)
No se puede perseverar en una
evangelización fervorosa si uno no sigue convencido, por experiencia propia, de
que no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo
caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que
ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en
Él, que no poder hacerlo. (266)
Más allá de que nos convenga o
no, nos interese o no, nos sirva o no, más allá de los límites pequeños de
nuestros deseos, nuestra comprensión y nuestras motivaciones, evangelizamos
para la mayor gloria del Padre que nos ama. (267)
A veces sentimos la tentación de
ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero
Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de
los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o
comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta
humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia
concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos,
la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa
experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo. (270)
Como no siempre vemos esos
brotes, nos hace falta una certeza interior y es la convicción de que Dios
puede actuar en cualquier circunstancia, también en medio de aparentes
fracasos, porque «llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2 Co 4,7).
… Uno sabe
bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni
cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos
realizados con amor. (279)
Para mantener vivo el ardor
misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque Él «viene
en ayuda de nuestra debilidad» (Rm 8,26). Pero esa confianza
generosa tiene que alimentarse y para eso necesitamos invocarlo constantemente.
Él puede sanar todo lo que nos debilita en el empeño misionero. Es verdad que
esta confianza en lo invisible puede producirnos cierto vértigo: es como
sumergirse en un mar donde no sabemos qué vamos a encontrar. Yo mismo lo
experimenté tantas veces. Pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar
por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él
nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe
bien lo que hace falta en cada época y en cada momento. ¡Esto se llama ser
misteriosamente fecundos! (280)
María reúne a su alrededor a los
hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y dejarse mirar por ella.
Allí encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los sufrimientos y
cansancios de la vida. Como a san Juan Diego, María les da la caricia de su
consuelo maternal y les dice al oído: «No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo
aquí, que soy tu Madre?». (286)
Virgen y Madre
María,
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno,
ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno,
ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
Tú,
llena de la presencia de Cristo,
llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.
Tú, estremecida de gozo,
cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la cruz
con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la Iglesia evangelizadora.
llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.
Tú, estremecida de gozo,
cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la cruz
con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la Iglesia evangelizadora.
Consíguenos
ahora un nuevo ardor de resucitados
para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
Tú,
Virgen de la escucha y la contemplación,
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
Estrella
de la nueva evangelización,
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio
llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio
llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
Madre
del Evangelio viviente,
manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.
manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.