CARTA APOSTÓLICA
MULIERIS
DIGNITATEM
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
SOBRE LA DIGNIDAD Y LA VOCACIÓN
DE LA MUJER
CON OCASIÓN DEL AÑO MARIANO
II
MUJER - MADRE DE DIOS
(THEOTÓKOS)
Unión con Dios
La mujer se
encuentra en el corazón mismo de este acontecimiento salvífico.
… con la respuesta de María realmente
«el Verbo se hace carne» (cf. Jn 1, 14).De esta manera, María alcanza tal
unión con Dios que supera todas las expectativas del espíritu humano.
(3)
Theotókos
Esta
dignidad consiste, por una parte, en la elevación sobrenatural a la
unión con Dios en Jesucristo, … el acontecimiento de Nazaret pone en evidencia
un modo de unión con el Dios vivo, que es propio sólo de la
«mujer», de María, esto es, la unión entre madre e hijo.
Mediante una
respuesta desde la fe, María expresa al mismo tiempo su libre voluntad y, por
consiguiente, la participación plena del «yo» personal y femenino en el hecho
de la encarnación. Con su «fiat» María se convirtió en el sujeto
auténtico de aquella unión con Dios. (4)
«Servir quiere decir reinar»
Aquella
«plenitud de gracia» concedida a la Virgen de Nazaret, en previsión de que
llegaría a ser «Theotókos», significa al mismo tiempo la
plenitud de la perfección de lo «que es característico de la
mujer», de «lo que es femenino».
La palabra
«esclava», que encontramos hacia el final del diálogo de la Anunciación, se
encuadra en la perspectiva de la historia de la Madre y del Hijo. De hecho,
este Hijo, que es el verdadero y consubstancial «Hijo del
Altísimo», dirá muchas veces de sí mismo, especialmente en el momento
culminante de su misión: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a
servir» (Mc 10, 45).
(María) se
inserta en el servicio mesiánico de Cristo. Precisamente este servicio
constituye el fundamento mismo de aquel Reino, en el cual «servir» (...) quiere
decir «reinar».
La dignidad
de cada hombre y su vocación correspondiente encuentran su realización
definitiva en la unión con Dios. María —la mujer de la Biblia—
es la expresión más completa de esta dignidad y de esta vocación. En efecto,
cada hombre —varón o mujer— creado a imagen y semejanza de Dios, no puede
llegar a realizarse fuera de la dimensión de esta imagen y semejanza. (5)
III
IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIOS
Persona - Comunión - Don
El hombre y
la mujer, creados como «unidad de los dos» en su común humanidad, están
llamados a vivir una comunión de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la
comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el
íntimo misterio de la única vida divina.
En la
«unidad de los dos» el hombre y la mujer son llamados desde su origen no sólo a
existir «uno al lado del otro», o simplemente «juntos», sino que son llamados
también a existir recíprocamente, «el uno para el otro».
El ser
persona significa tender a su realización (el texto conciliar habla de
«encontrar su propia plenitud»), cosa que no puede llevar a cabo si no es «en
la entrega sincera de sí mismo a los demás». (7)
Antropomorfismo del lenguaje bíblico
En diversos
pasajes el amor de Dios, siempre solícito para con su Pueblo, es presentado
como el amor de una madre: como una madre Dios ha llevado a la
humanidad, y en particular a su pueblo elegido, en el propio seno, lo ha dado a
luz en el dolor, lo ha nutrido y consolado. (8)
IV
EVA - MARÍA
«Él te dominará»
La
descripción bíblica del Libro del Génesis delinea la verdad
acerca de las consecuencias del pecado del hombre, así como indica igualmente
la alteración de aquella originaria relación entre el
hombre y la mujer, que corresponde a la dignidad personal de cada uno
de ellos. … esta amenaza es más grave
para la mujer. En efecto, al ser un don sincero y, por consiguiente, al vivir
«para» el otro aparece el dominio: «él te dominará». Este «dominio» indica la
alteración y la pérdida de la estabilidad de aquella igualdad
fundamental, que en la «unidad de los dos» poseen el hombre y la
mujer; y esto, sobre todo, con desventaja para la mujer, mientras que sólo la
igualdad, resultante de la dignidad de ambos como personas, puede dar a la
relación recíproca el carácter de una auténtica «communio personarum».
Si la violación de esta igualdad, que es conjuntamente don y derecho que deriva
del mismo Dios Creador, comporta un elemento de desventaja para la mujer, al
mismo tiempo disminuye también la verdadera dignidad del hombre.
La mujer no
puede convertirse en «objeto» de «dominio» y de «posesión» masculina. Las palabras del texto bíblico se refieren
directamente al pecado original y a sus consecuencias permanentes en el hombre
y en la mujer.
Las mismas
palabras se refieren
directamente al matrimonio, pero indirectamente conciernen también a
los diversos campos de la convivencia social.
También la justa oposición de la
mujer frente a lo que expresan las palabras bíblicas «el te dominará» (Gén 3,
16) no puede de ninguna manera conducir a la «masculinización» de las mujeres.
La mujer —en nombre de la liberación del «dominio» del hombre— no puede tender
a apropiarse de las características masculinas, en contra de su propia
«originalidad» femenina. Existe el fundado temor de que por este camino la
mujer no llegará a «realizarse» y podría, en cambio, deformar y perder
lo que constituye su riqueza esencial. (10)
Protoevangelio
La «mujer»
del Protoevangelio está situada en la perspectiva de la redención. La
confrontación Eva - María puede entenderse también en el sentido de que María
asume y abraza en sí misma este misterio de la «mujer», cuyo
comienzo es Eva, «la madre de todos los vivientes» (Gén 3, 20).
María significa, en cierto sentido, superar aquel límite del
que habla el Libro del Génesis (3, 16) y volver a recorrer el
camino hacia aquel «principio» donde se encuentra la «mujer» como fue querida
en la creación y, consiguientemente, en el eterno designio de
Dios, en el seno de la Santísima Trinidad. María es «el nuevo
principio» de la dignidad y vocación de la mujer, de todas y
cada una de las mujeres[37].
La clave
para comprender esto pueden ser, de modo particular, las palabras que el
evangelista pone en labios de María después de la Anunciación, durante su
visita a Isabel: «Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso» (Lc 1,
49). Esto se refiere ciertamente a la concepción del Hijo, que es «Hijo del
Altísimo» (Lc 1, 32), el «santo» de Dios; pero a la vez pueden
significar el descubrimiento de la propia humanidad femenina. «Ha hecho
en mi favor maravillas»: éste es el descubrimiento de toda la
riqueza, del don personal de la femineidad, de toda la eterna
originalidad de la «mujer» en la manera en que Dios la quiso, como persona en
sí misma y que al mismo tiempo puede realizarse en plenitud «por medio de la
entrega sincera de sí».
Este
descubrimiento se relaciona con una clara conciencia del don, de la dádiva por
parte de Dios. (11)
V
JESUCRISTO
«Se
sorprendían de que hablara con una mujer»
La redención
del hombre anunciada allí se hace aquí realidad en la persona y en la misión de
Jesucristo, en quien reconocemos también lo que significa
la realidad de la redención para la dignidad y la vocación de
la mujer. Este significado es aclarado por las palabras de Cristo y
por el conjunto de sus actitudes hacia las mujeres, que es sumamente sencillo
y, precisamente por esto, extraordinario si se considera el ambiente de su
tiempo; se trata de una actitud caracterizada por una extraordinaria
transparencia y profundidad. Diversas mujeres aparecen en el transcurso de la
misión de Jesús de Nazaret, y el encuentro con cada una de ellas es una
confirmación de la «novedad de vida» evangélica.
Es algo
universalmente admitido —incluso por parte de quienes se ponen en actitud
crítica ante el mensaje cristiano—que Cristo fue ante sus
contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de
la vocación correspondiente a esta dignidad. A veces esto provocaba estupor,
sorpresa, incluso llegaba hasta el límite del escándalo. «Se sorprendían de que
hablara con una mujer» (Jn 4, 27) (12)
Las mujeres del Evangelio
En las
enseñanzas de Jesús, así como en su modo de comportarse, no se encuentra nada
que refleje la habitual discriminación de la mujer, propia del tiempo; por el
contrario, sus palabras y sus obras expresan siempre el respeto y el
honor debido a la mujer. La mujer encorvada es llamada «hija de
Abraham» (Lc 13, 16), mientras en toda la Biblia el
título de «hijo de Abraham» se refiere sólo a los hombres. Recorriendo la vía
dolorosa hacia el Gólgota, Jesús dirá a las mujeres: «Hijas de Jerusalén, no
lloréis por mí» Lc 23, 28). Este modo de hablar sobre las
mujeres y a las mujeres, y el modo de tratarlas, constituye una clara «novedad»
respecto a las costumbres dominantes entonces. (13)
La mujer sorprendida en adulterio
Jesús entra
en la situación histórica y concreta de la mujer, la
cual lleva sobre sí la herencia del pecado. Esta herencia se
manifiesta en aquellas costumbres que discriminan a la mujer en favor del
hombre, y que está enraizada también en ella.
Su
conocimiento de los hechos, tanto aquí como en el coloquio con los fariseos
(cf. Mt 19, 3-9), ¿no está quizás en relación con el misterio
del «principio», cuando el hombre fue creado varón y mujer, y la mujer fue
confiada al hombre con su diversidad femenina y también con su potencial
maternidad? También el hombre fue confiado por el Creador a la mujer. Ellos
fueron confiados recíprocamente el uno al otro como personas,
creadas a imagen y semejanza de Dios mismo. … Por
esto Jesús dirá en el Sermón de la Montaña: «Todo el que mira a una mujer
deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5,
28). Estas palabras dirigidas directamente al hombre muestran la verdad
fundamental de su responsabilidad hacia la mujer, hacia su dignidad, su
maternidad, su vocación. … Basándose en la eterna «unidad de los dos»,
esta dignidad depende directamente de la misma mujer, como sujeto
responsable, y al mismo tiempo es «dada como tarea» al hombre. De modo
coherente, Cristo apela a la responsabilidad del hombre. (14)
Guardianas del mensaje evangélico
En realidad
los Evangelios no sólo describen lo que ha realizado aquella mujer en Betania,
en casa de Simón el leproso, sino que, además, ponen en evidencia que, en el
momento de la prueba definitiva y decisiva para toda la misión mesiánica de
Jesús de Nazaret, a los pies de la Cruz estaban en primer lugar las
mujeres. De los apóstoles sólo Juan permaneció fiel; las mujeres eran
muchas. No sólo estaba la Madre de Cristo y «la hermana de su madre, María,
mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19, 25), sino que «había
allí muchas mujeres mirando desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús
desde Galilea para servirle» (Mt 27, 55). Como podemos ver, en ésta
que fue la prueba más dura de la fe y de la fidelidad las mujeres se mostraron
más fuertes que los apóstoles; en los momentos de peligro aquellas que «aman
mucho» logran vencer el miedo. Antes de esto habían estado las mujeres
en la vía dolorosa, «que se dolían y se lamentaban por él» (Lc 23,
27). Y antes aun había intervenido también la mujer de Pilatos, que
advirtió a su marido: «No te metas con ese justo, porque hoy he sufrido mucho
en sueños por su causa» (Mt 27, 19). (15)
Las primeras testigos de la resurrección
Desde el
principio de la misión de Cristo, la mujer demuestra hacia él y hacia su
misterio una sensibilidad especial, que corresponde a
una característica de su femineidad . Hay que
decir también que esto encuentra una confirmación particular en relación con el
misterio pascual; no sólo en el momento de la crucifixión sino también el día
de la resurrección. Las mujeres son las primeras en llegar al
sepulcro. Son las primeras que lo encuentran vacío. Son las primeras
que oyen: «No está aquí, ha resucitado como lo había
anunciado» (Mt 28, 6). Son las primeras en abrazarle los pies
(cf. Mt 28, 9). Son igualmente las primeras en ser llamadas a
anunciar esta verdad a los apóstoles (cf. Mt 28, 1-10; Lc 24,
8-11). El Evangelio de Juan (cf. también Mc 16, 9) pone de
relieve el papel especial de María de Magdala. Es la primera
que encuentra a Cristo resucitado. Al principio lo confunde con el guardián del
jardín; lo reconoce solamente cuando él la llama por su nombre: «Jesús le dice:
"María". Ella se vuelve y le dice en hebreo: "Rabbuní" —que
quiere decir: "Maestro"—. Dícele Jesús: "No me toques, que
todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi
Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios". Fue María Magdalena y
dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas
palabras» (Jn 20, 16-18).
VI
MATERNIDAD - VIRGINIDAD
Maternidad
El hombre —varón
o mujer— es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, es
decir, es una persona, es un sujeto que decide sobre sí mismo. Al mismo tiempo,
el hombre «no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera
de sí mismo a los demás» … indica de modo esencial el
sentido de ser hombre, poniendo de relieve el valor del don de
sí, de la persona.
El don
recíproco de la persona en el matrimonio se abre hacia el don de una
nueva vida, es decir, de un nuevo hombre, que es también
persona a semejanza de sus padres. La maternidad, ya desde el comienzo mismo,
implica una apertura especial hacia la nueva persona; y éste es precisamente el
«papel» de la mujer. En dicha apertura, esto es, en el concebir y dar a luz el
hijo, la mujer «se realiza en plenitud a través del don sincero de sí». El don
de la disponibilidad interior para aceptar al hijo y traerle al mundo está
vinculado a la unión matrimonial que, como se ha dicho, debería constituir un
momento particular del don recíproco de sí por parte de la mujer y del hombre.
La concepción y el nacimiento del nuevo hombre, según la Biblia, están
acompañados por las palabras siguientes de la mujer-madre: «He adquirido un
varón con el favor de Yahveh» (Gén 4, 1). La exclamación de Eva,
«madre de todos los vivientes», se repite cada vez que viene al mundo una nueva
criatura y expresa el gozo y la convicción de la mujer de participar en el gran
misterio del eterno engendrar. Los esposos, en efecto, participan del poder
creador de Dios.
La
maternidad está unida a la estructura personal del ser mujer y a la
dimensión personal del don: «He adquirido un varón con el favor de Yahveh»
(Gén 4, 1).
Aunque los
dos sean padres de su niño, la maternidad de la mujer constituye una
«parte» especial de este ser padres en común, así como la parte más
cualificada. Aunque el hecho de ser padres pertenece a los dos, es una realidad
más profunda en la mujer, especialmente en el período prenatal. La mujer es «la
que paga» directamente por este común engendrar, que absorbe literalmente las
energías de su cuerpo y de su alma. Por consiguiente, es necesario que el
hombre sea plenamente consciente de que en este ser padres en común,
él contrae una deuda especial con la mujer.
Este modo
único de contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una
actitud hacia el hombre —no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en
general—, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer.
Comúnmente se piensa que la mujer es más capaz que el hombre
de dirigir su atención hacia la persona concreta y que la
maternidad desarrolla todavía más esta disposición. (18)
La maternidad en relación con la Alianza
La
maternidad bajo el aspecto personal-ético expresa una
creatividad muy importante de la mujer, de la cual depende de manera decisiva
la misma humanidad de la nueva criatura. También en este sentido la maternidad
de la mujer representa una llamada y un desafío especial dirigidos al hombre y
a su paternidad.
Y cada vez,
todas las veces que la maternidad de la mujer se repite en la
historia humana sobre la tierra, está siempre en relación con la
Alianza que Dios ha establecido con el género humano mediante la
maternidad de la Madre de Dios.
Contemplando
esta Madre, a la que «una espada ha atravesado el corazón» (cf. Lc 2,
35), el pensamiento se dirige a todas las mujeres que sufren en el
mundo, tanto física como moralmente. En este sufrimiento desempeña
también un papel particular la sensibilidad propia de la mujer, aunque a menudo
ella sabe soportar el sufrimiento mejor que el hombre. Es difícil enumerar y
llamar por su nombre cada uno de estos sufrimientos. Baste recordar la
solicitud materna por los hijos, especialmente cuando están enfermos o van por
mal camino, la muerte de sus seres queridos, la soledad de las madres olvidadas
por los hijos adultos, la de las viudas, los sufrimientos de las mujeres que
luchan solas para sobrevivir y los de las mujeres que son víctimas de
injusticias o de explotación. Finalmente están los sufrimientos de la
conciencia a causa del pecado que ha herido la dignidad humana o materna de la
mujer; son heridas de la conciencia que difícilmente cicatrizan. También con
estos sufrimientos es necesario ponerse junto a la cruz de Cristo. (19)
La virginidad por el Reino
Este celibato por el Reino de los cielos no es solamente fruto de una opción libre por parte
del hombre, sino también de una gracia especial por parte de
Dios, que llama a una persona determinada a vivir el celibato.
En la
virginidad libremente elegida la mujer se reafirma a sí misma como persona, es
decir, como un ser que el Creador ha amado por sí misma desde el principio[41] y,
al mismo tiempo, realiza el valor personal de la propia femineidad,
convirtiéndose en «don sincero» a Dios, que se ha revelado en Cristo; un don a
Cristo, Redentor del hombre y Esposo de las almas: un don «esponsal». No
se puede comprender rectamente la virginidad, la consagración de la
mujer en la virginidad, sin recurrir al amor esponsal; en efecto,
en tal amor la persona se convierte en don para el otro.
En la
virginidad entendida así se expresa el llamado radicalismo del
Evangelio: Dejarlo todo y seguir a Cristo (cf. Mt 19,
27), lo cual no puede compararse con el simple quedarse soltera o célibe, pues
la virginidad no se limita únicamente al «no», sino que contiene un profundo
«sí» en el orden esponsal: el entregarse por amor de un modo total e indiviso.
(20)
La maternidad según el espíritu
La virginidad
no priva a la mujer de sus prerrogativas. La maternidad espiritual reviste
formas múltiples. En la vida de las mujeres consagradas que, por ejemplo, viven
según el carisma y las reglas de los diferentes Institutos de carácter
apostólico, dicha maternidad se podrá expresar como solicitud por los hombres,
especialmente por los más necesitados: los enfermos, los minusválidos, los
abandonados, los huérfanos, los ancianos, los niños, los jóvenes, los
encarcelados y, en general, los marginados. Una mujer consagrada
encuentra de esta manera al Esposo, diferente y único en todos y en
cada uno, según sus mismas palabras: «Cuanto hicisteis a uno de éstos ... a mí
me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
En
definitiva la virginidad, como vocación de la mujer, es siempre la vocación de
una persona concreta e irrepetible. Por tanto, también la maternidad
espiritual, que se expresa en esta vocación, es profundamente personal. (21)
VII
LA IGLESIA - ESPOSA DE CRISTO
La «novedad» evangélica
Pero
mientras que en la relación Cristo-Iglesia la sumisión es sólo de la Iglesia,
en la relación marido-mujer la «sumisión» no es unilateral, sino recíproca.
La
convicción de que en el matrimonio se da la «recíproca sumisión de los esposos
en el temor de Cristo» y no solamente la «sumisión» de la mujer al marido, ha
de abrirse camino gradualmente en los corazones, en las conciencias, en el
comportamiento, en las costumbres. (24)
La dimensión simbólica del «gran misterio»
Cristo entró
en esta historia y permanece en ella como el Esposo que «se ha dado a sí
mismo». «Darse» quiere decir «convertirse en un don sincero» del modo más
completo y radical: «Nadie tiene mayor amor» (Jn 15, 13). En esta
concepción, por medio de la Iglesia, todos los seres humanos —hombres y
mujeres— están llamados a ser la «Esposa» de Cristo, redentor del mundo. De
este modo «ser esposa» y, por consiguiente, lo «femenino», se convierte en
símbolo de todo lo «humano», según las palabras de Pablo: «Ya no hay hombre ni
mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,
28). (25)
La Eucaristía
Cristo,
llamando como apóstoles suyos sólo a hombres, lo hizo de un modo totalmente libre y
soberano. Y lo hizo con la misma libertad con que en todo su
comportamiento puso en evidencia la dignidad y la vocación de la mujer, sin
amoldarse al uso dominante y a la tradición avalada por la legislación de su
tiempo.
Es lícito
pensar que de este modo deseaba expresar la relación entre el hombre y la
mujer, entre lo que es «femenino» y lo que es «masculino», querida por Dios,
tanto en el misterio de la creación como en el de la redención. Ante todo en
la Eucaristía se expresa de modo sacramental el acto redentor
de Cristo Esposo en relación con la Iglesia Esposa. Esto se hace
transparente y unívoco cuando el servicio sacramental de la Eucaristía —en la
que el sacerdote actúa «in persona Christi»— es realizado por el
hombre. (26)
El don de la Esposa
27. El
Concilio Vaticano II ha renovado en la Iglesia la conciencia de la
universalidad del
El Concilio
Vaticano II, confirmando la enseñanza de toda la tradición, ha recordado que en
la jerarquía de la santidad precisamente la «mujer», María de
Nazaret, es «figura» de la Iglesia. Ella «precede» a todos en el camino de la
santidad; en su persona la «Iglesia ha alcanzado ya la perfección con la que
existe inmaculada y sin mancha» (cf. Ef 5, 27. En este sentido
se puede decir que la Iglesia es, a la vez, «mariana» y
«apostólico-petrina».
El Apóstol
habla de los «trabajos» de ellas por Cristo, y estos trabajos indican el
servicio apostólico de la Iglesia en varios campos, comenzando por la «iglesia
doméstica»; es aquí, en efecto, donde la «fe sencilla» pasa de la madre a los
hijos y a los nietos, como se verificó en casa de Timoteo (cf. 2
Tim 1, 5). (27)
VIII
LA MAYOR ES LA CARIDAD
La dignidad de la mujer y el orden del amor
La llamada a
la existencia de la mujer al lado del hombre —«una ayuda adecuada» (Gén 2,
18)— en la «unidad de los dos» ofrece en el mundo visible de las criaturas
condiciones particulares para que «el amor de Dios se derrame en los corazones»
de los seres creados a su imagen.
El amor es
una exigencia ontológica y ética de la persona. La persona debe ser amada ya
que sólo el amor corresponde a lo que es la persona. Así se explica el
mandamiento del amor, conocido ya en el Antiguo Testamento (cf. Dt 6,
5; Lev 19, 18) y puesto por Cristo en el centro mismo del «ethos» evangélico
(cf. Mt 22, 36-40; Mc 12, 28-34). De este
modo se explica también aquel primado del amor expresado por
las palabras de Pablo en la Carta a los Corintios: «La mayor es la
caridad» (cf. 1 Cor 13, 13).
Cuando
afirmamos que la mujer es la que recibe amor para amar a su vez, no expresamos
sólo o sobre todo la específica relación esponsal del matrimonio. Expresamos
algo más universal, basado sobre el hecho mismo de ser mujer en el conjunto de
las relaciones interpersonales, que de modo diverso estructuran la convivencia
y la colaboración entre las personas, hombres y mujeres. En este contexto
amplio y diversificado la mujer representa un valor particular como
persona humana y, al mismo tiempo, como aquella persona
concreta, por el hecho de su femineidad. (29)
Conciencia de una misión
En la
presente reflexión hemos señalado el puesto singular de la
«mujer» en este texto clave de la Revelación. Es preciso manifestar
también cómo la misma mujer, que llega a ser «paradigma» bíblico, se halla
asimismo en la perspectiva escatológica del mundo y del hombre expresada por
el Apocalipsis.[60] Es
«una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de
doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12, 1). Se podría decir: una
mujer a la medida del cosmos, a la medida de toda la obra de la creación. Al
mismo tiempo sufre «con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz» (Ap 12,
2), como Eva «madre de todos los vivientes» (Gén 3, 20).
La fuerza
moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios
le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano.
Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo,
esta entrega se refiere especialmente a la mujer —sobre todo en razón de su
femineidad— y ello decide principalmente su vocación.
En nuestros
días los éxitos de la ciencia y de la técnica permiten alcanzar de modo hasta
ahora desconocido un grado de bienestar material que, mientras favorece a
algunos, conduce a otros a la marginación. De ese modo, este progreso
unilateral puede llevar también a una gradual pérdida de la
sensibilidad por el hombre, por todo aquello que es esencialmente humano. En
este sentido, sobre todo el momento presente espera la
manifestación de aquel «genio» de la mujer, que asegure en toda
circunstancia la sensibilidad por el hombre, por el hecho de que es ser humano.
Y porque «la mayor es la caridad» (1 Cor 13, 13). (30)
IX
CONCLUSIÓN
«Si conocieras el don de Dios»
La
Iglesia, por
consiguiente, da gracias por todas las mujeres y por cada una: por
las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la
virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que
esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser
humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana;
por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una
gran responsabilidad social; por las mujeres «perfectas» y por las
mujeres «débiles». Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en
toda la belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su
amor eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es
«la patria» de la familia humana, que a veces se transforma en «un valle de
lágrimas». Tal como asumen, juntamente con el hombre, la
responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las
necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos
tienen en Dios mismo, en el seno de la Trinidad inefable. (31)
CARTA APOSTÓLICA
MULIERIS DIGNITATEM
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
SOBRE LA DIGNIDAD Y LA VOCACIÓN
DE LA MUJER
CON OCASIÓN DEL AÑO MARIANO
MULIERIS DIGNITATEM
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
SOBRE LA DIGNIDAD Y LA VOCACIÓN
DE LA MUJER
CON OCASIÓN DEL AÑO MARIANO
II
MUJER - MADRE DE DIOS
(THEOTÓKOS)
(THEOTÓKOS)
Unión con Dios
La mujer se
encuentra en el corazón mismo de este acontecimiento salvífico.
… con la respuesta de María realmente
«el Verbo se hace carne» (cf. Jn 1, 14).De esta manera, María alcanza tal
unión con Dios que supera todas las expectativas del espíritu humano.
(3)
Theotókos
Esta
dignidad consiste, por una parte, en la elevación sobrenatural a la
unión con Dios en Jesucristo, … el acontecimiento de Nazaret pone en evidencia
un modo de unión con el Dios vivo, que es propio sólo de la
«mujer», de María, esto es, la unión entre madre e hijo.
Mediante una
respuesta desde la fe, María expresa al mismo tiempo su libre voluntad y, por
consiguiente, la participación plena del «yo» personal y femenino en el hecho
de la encarnación. Con su «fiat» María se convirtió en el sujeto
auténtico de aquella unión con Dios. (4)
«Servir quiere decir reinar»
Aquella
«plenitud de gracia» concedida a la Virgen de Nazaret, en previsión de que
llegaría a ser «Theotókos», significa al mismo tiempo la
plenitud de la perfección de lo «que es característico de la
mujer», de «lo que es femenino».
La palabra
«esclava», que encontramos hacia el final del diálogo de la Anunciación, se
encuadra en la perspectiva de la historia de la Madre y del Hijo. De hecho,
este Hijo, que es el verdadero y consubstancial «Hijo del
Altísimo», dirá muchas veces de sí mismo, especialmente en el momento
culminante de su misión: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a
servir» (Mc 10, 45).
(María) se
inserta en el servicio mesiánico de Cristo. Precisamente este servicio
constituye el fundamento mismo de aquel Reino, en el cual «servir» (...) quiere
decir «reinar».
La dignidad
de cada hombre y su vocación correspondiente encuentran su realización
definitiva en la unión con Dios. María —la mujer de la Biblia—
es la expresión más completa de esta dignidad y de esta vocación. En efecto,
cada hombre —varón o mujer— creado a imagen y semejanza de Dios, no puede
llegar a realizarse fuera de la dimensión de esta imagen y semejanza. (5)
III
IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIOS
Persona - Comunión - Don
El hombre y
la mujer, creados como «unidad de los dos» en su común humanidad, están
llamados a vivir una comunión de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la
comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el
íntimo misterio de la única vida divina.
En la
«unidad de los dos» el hombre y la mujer son llamados desde su origen no sólo a
existir «uno al lado del otro», o simplemente «juntos», sino que son llamados
también a existir recíprocamente, «el uno para el otro».
El ser
persona significa tender a su realización (el texto conciliar habla de
«encontrar su propia plenitud»), cosa que no puede llevar a cabo si no es «en
la entrega sincera de sí mismo a los demás». (7)
Antropomorfismo del lenguaje bíblico
En diversos
pasajes el amor de Dios, siempre solícito para con su Pueblo, es presentado
como el amor de una madre: como una madre Dios ha llevado a la
humanidad, y en particular a su pueblo elegido, en el propio seno, lo ha dado a
luz en el dolor, lo ha nutrido y consolado. (8)
IV
EVA - MARÍA
«Él te dominará»
La
descripción bíblica del Libro del Génesis delinea la verdad
acerca de las consecuencias del pecado del hombre, así como indica igualmente
la alteración de aquella originaria relación entre el
hombre y la mujer, que corresponde a la dignidad personal de cada uno
de ellos. … esta amenaza es más grave
para la mujer. En efecto, al ser un don sincero y, por consiguiente, al vivir
«para» el otro aparece el dominio: «él te dominará». Este «dominio» indica la
alteración y la pérdida de la estabilidad de aquella igualdad
fundamental, que en la «unidad de los dos» poseen el hombre y la
mujer; y esto, sobre todo, con desventaja para la mujer, mientras que sólo la
igualdad, resultante de la dignidad de ambos como personas, puede dar a la
relación recíproca el carácter de una auténtica «communio personarum».
Si la violación de esta igualdad, que es conjuntamente don y derecho que deriva
del mismo Dios Creador, comporta un elemento de desventaja para la mujer, al
mismo tiempo disminuye también la verdadera dignidad del hombre.
La mujer no
puede convertirse en «objeto» de «dominio» y de «posesión» masculina. Las palabras del texto bíblico se refieren
directamente al pecado original y a sus consecuencias permanentes en el hombre
y en la mujer.
Las mismas
palabras se refieren
directamente al matrimonio, pero indirectamente conciernen también a
los diversos campos de la convivencia social.
También la justa oposición de la
mujer frente a lo que expresan las palabras bíblicas «el te dominará» (Gén 3,
16) no puede de ninguna manera conducir a la «masculinización» de las mujeres.
La mujer —en nombre de la liberación del «dominio» del hombre— no puede tender
a apropiarse de las características masculinas, en contra de su propia
«originalidad» femenina. Existe el fundado temor de que por este camino la
mujer no llegará a «realizarse» y podría, en cambio, deformar y perder
lo que constituye su riqueza esencial. (10)
Protoevangelio
La «mujer»
del Protoevangelio está situada en la perspectiva de la redención. La
confrontación Eva - María puede entenderse también en el sentido de que María
asume y abraza en sí misma este misterio de la «mujer», cuyo
comienzo es Eva, «la madre de todos los vivientes» (Gén 3, 20).
María significa, en cierto sentido, superar aquel límite del
que habla el Libro del Génesis (3, 16) y volver a recorrer el
camino hacia aquel «principio» donde se encuentra la «mujer» como fue querida
en la creación y, consiguientemente, en el eterno designio de
Dios, en el seno de la Santísima Trinidad. María es «el nuevo
principio» de la dignidad y vocación de la mujer, de todas y
cada una de las mujeres[37].
La clave
para comprender esto pueden ser, de modo particular, las palabras que el
evangelista pone en labios de María después de la Anunciación, durante su
visita a Isabel: «Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso» (Lc 1,
49). Esto se refiere ciertamente a la concepción del Hijo, que es «Hijo del
Altísimo» (Lc 1, 32), el «santo» de Dios; pero a la vez pueden
significar el descubrimiento de la propia humanidad femenina. «Ha hecho
en mi favor maravillas»: éste es el descubrimiento de toda la
riqueza, del don personal de la femineidad, de toda la eterna
originalidad de la «mujer» en la manera en que Dios la quiso, como persona en
sí misma y que al mismo tiempo puede realizarse en plenitud «por medio de la
entrega sincera de sí».
Este
descubrimiento se relaciona con una clara conciencia del don, de la dádiva por
parte de Dios. (11)
V
JESUCRISTO
«Se
sorprendían de que hablara con una mujer»
La redención
del hombre anunciada allí se hace aquí realidad en la persona y en la misión de
Jesucristo, en quien reconocemos también lo que significa
la realidad de la redención para la dignidad y la vocación de
la mujer. Este significado es aclarado por las palabras de Cristo y
por el conjunto de sus actitudes hacia las mujeres, que es sumamente sencillo
y, precisamente por esto, extraordinario si se considera el ambiente de su
tiempo; se trata de una actitud caracterizada por una extraordinaria
transparencia y profundidad. Diversas mujeres aparecen en el transcurso de la
misión de Jesús de Nazaret, y el encuentro con cada una de ellas es una
confirmación de la «novedad de vida» evangélica.
Es algo
universalmente admitido —incluso por parte de quienes se ponen en actitud
crítica ante el mensaje cristiano—que Cristo fue ante sus
contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de
la vocación correspondiente a esta dignidad. A veces esto provocaba estupor,
sorpresa, incluso llegaba hasta el límite del escándalo. «Se sorprendían de que
hablara con una mujer» (Jn 4, 27) (12)
Las mujeres del Evangelio
En las
enseñanzas de Jesús, así como en su modo de comportarse, no se encuentra nada
que refleje la habitual discriminación de la mujer, propia del tiempo; por el
contrario, sus palabras y sus obras expresan siempre el respeto y el
honor debido a la mujer. La mujer encorvada es llamada «hija de
Abraham» (Lc 13, 16), mientras en toda la Biblia el
título de «hijo de Abraham» se refiere sólo a los hombres. Recorriendo la vía
dolorosa hacia el Gólgota, Jesús dirá a las mujeres: «Hijas de Jerusalén, no
lloréis por mí» Lc 23, 28). Este modo de hablar sobre las
mujeres y a las mujeres, y el modo de tratarlas, constituye una clara «novedad»
respecto a las costumbres dominantes entonces. (13)
La mujer sorprendida en adulterio
Jesús entra
en la situación histórica y concreta de la mujer, la
cual lleva sobre sí la herencia del pecado. Esta herencia se
manifiesta en aquellas costumbres que discriminan a la mujer en favor del
hombre, y que está enraizada también en ella.
Su
conocimiento de los hechos, tanto aquí como en el coloquio con los fariseos
(cf. Mt 19, 3-9), ¿no está quizás en relación con el misterio
del «principio», cuando el hombre fue creado varón y mujer, y la mujer fue
confiada al hombre con su diversidad femenina y también con su potencial
maternidad? También el hombre fue confiado por el Creador a la mujer. Ellos
fueron confiados recíprocamente el uno al otro como personas,
creadas a imagen y semejanza de Dios mismo. … Por
esto Jesús dirá en el Sermón de la Montaña: «Todo el que mira a una mujer
deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5,
28). Estas palabras dirigidas directamente al hombre muestran la verdad
fundamental de su responsabilidad hacia la mujer, hacia su dignidad, su
maternidad, su vocación. … Basándose en la eterna «unidad de los dos»,
esta dignidad depende directamente de la misma mujer, como sujeto
responsable, y al mismo tiempo es «dada como tarea» al hombre. De modo
coherente, Cristo apela a la responsabilidad del hombre. (14)
Guardianas del mensaje evangélico
En realidad
los Evangelios no sólo describen lo que ha realizado aquella mujer en Betania,
en casa de Simón el leproso, sino que, además, ponen en evidencia que, en el
momento de la prueba definitiva y decisiva para toda la misión mesiánica de
Jesús de Nazaret, a los pies de la Cruz estaban en primer lugar las
mujeres. De los apóstoles sólo Juan permaneció fiel; las mujeres eran
muchas. No sólo estaba la Madre de Cristo y «la hermana de su madre, María,
mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19, 25), sino que «había
allí muchas mujeres mirando desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús
desde Galilea para servirle» (Mt 27, 55). Como podemos ver, en ésta
que fue la prueba más dura de la fe y de la fidelidad las mujeres se mostraron
más fuertes que los apóstoles; en los momentos de peligro aquellas que «aman
mucho» logran vencer el miedo. Antes de esto habían estado las mujeres
en la vía dolorosa, «que se dolían y se lamentaban por él» (Lc 23,
27). Y antes aun había intervenido también la mujer de Pilatos, que
advirtió a su marido: «No te metas con ese justo, porque hoy he sufrido mucho
en sueños por su causa» (Mt 27, 19). (15)
Las primeras testigos de la resurrección
Desde el
principio de la misión de Cristo, la mujer demuestra hacia él y hacia su
misterio una sensibilidad especial, que corresponde a
una característica de su femineidad . Hay que
decir también que esto encuentra una confirmación particular en relación con el
misterio pascual; no sólo en el momento de la crucifixión sino también el día
de la resurrección. Las mujeres son las primeras en llegar al
sepulcro. Son las primeras que lo encuentran vacío. Son las primeras
que oyen: «No está aquí, ha resucitado como lo había
anunciado» (Mt 28, 6). Son las primeras en abrazarle los pies
(cf. Mt 28, 9). Son igualmente las primeras en ser llamadas a
anunciar esta verdad a los apóstoles (cf. Mt 28, 1-10; Lc 24,
8-11). El Evangelio de Juan (cf. también Mc 16, 9) pone de
relieve el papel especial de María de Magdala. Es la primera
que encuentra a Cristo resucitado. Al principio lo confunde con el guardián del
jardín; lo reconoce solamente cuando él la llama por su nombre: «Jesús le dice:
"María". Ella se vuelve y le dice en hebreo: "Rabbuní" —que
quiere decir: "Maestro"—. Dícele Jesús: "No me toques, que
todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi
Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios". Fue María Magdalena y
dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas
palabras» (Jn 20, 16-18).
VI
MATERNIDAD - VIRGINIDAD
Maternidad
El hombre —varón
o mujer— es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, es
decir, es una persona, es un sujeto que decide sobre sí mismo. Al mismo tiempo,
el hombre «no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera
de sí mismo a los demás» … indica de modo esencial el
sentido de ser hombre, poniendo de relieve el valor del don de
sí, de la persona.
El don
recíproco de la persona en el matrimonio se abre hacia el don de una
nueva vida, es decir, de un nuevo hombre, que es también
persona a semejanza de sus padres. La maternidad, ya desde el comienzo mismo,
implica una apertura especial hacia la nueva persona; y éste es precisamente el
«papel» de la mujer. En dicha apertura, esto es, en el concebir y dar a luz el
hijo, la mujer «se realiza en plenitud a través del don sincero de sí». El don
de la disponibilidad interior para aceptar al hijo y traerle al mundo está
vinculado a la unión matrimonial que, como se ha dicho, debería constituir un
momento particular del don recíproco de sí por parte de la mujer y del hombre.
La concepción y el nacimiento del nuevo hombre, según la Biblia, están
acompañados por las palabras siguientes de la mujer-madre: «He adquirido un
varón con el favor de Yahveh» (Gén 4, 1). La exclamación de Eva,
«madre de todos los vivientes», se repite cada vez que viene al mundo una nueva
criatura y expresa el gozo y la convicción de la mujer de participar en el gran
misterio del eterno engendrar. Los esposos, en efecto, participan del poder
creador de Dios.
La
maternidad está unida a la estructura personal del ser mujer y a la
dimensión personal del don: «He adquirido un varón con el favor de Yahveh»
(Gén 4, 1).
Aunque los
dos sean padres de su niño, la maternidad de la mujer constituye una
«parte» especial de este ser padres en común, así como la parte más
cualificada. Aunque el hecho de ser padres pertenece a los dos, es una realidad
más profunda en la mujer, especialmente en el período prenatal. La mujer es «la
que paga» directamente por este común engendrar, que absorbe literalmente las
energías de su cuerpo y de su alma. Por consiguiente, es necesario que el
hombre sea plenamente consciente de que en este ser padres en común,
él contrae una deuda especial con la mujer.
Este modo
único de contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una
actitud hacia el hombre —no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en
general—, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer.
Comúnmente se piensa que la mujer es más capaz que el hombre
de dirigir su atención hacia la persona concreta y que la
maternidad desarrolla todavía más esta disposición. (18)
La maternidad en relación con la Alianza
La
maternidad bajo el aspecto personal-ético expresa una
creatividad muy importante de la mujer, de la cual depende de manera decisiva
la misma humanidad de la nueva criatura. También en este sentido la maternidad
de la mujer representa una llamada y un desafío especial dirigidos al hombre y
a su paternidad.
Y cada vez,
todas las veces que la maternidad de la mujer se repite en la
historia humana sobre la tierra, está siempre en relación con la
Alianza que Dios ha establecido con el género humano mediante la
maternidad de la Madre de Dios.
Contemplando
esta Madre, a la que «una espada ha atravesado el corazón» (cf. Lc 2,
35), el pensamiento se dirige a todas las mujeres que sufren en el
mundo, tanto física como moralmente. En este sufrimiento desempeña
también un papel particular la sensibilidad propia de la mujer, aunque a menudo
ella sabe soportar el sufrimiento mejor que el hombre. Es difícil enumerar y
llamar por su nombre cada uno de estos sufrimientos. Baste recordar la
solicitud materna por los hijos, especialmente cuando están enfermos o van por
mal camino, la muerte de sus seres queridos, la soledad de las madres olvidadas
por los hijos adultos, la de las viudas, los sufrimientos de las mujeres que
luchan solas para sobrevivir y los de las mujeres que son víctimas de
injusticias o de explotación. Finalmente están los sufrimientos de la
conciencia a causa del pecado que ha herido la dignidad humana o materna de la
mujer; son heridas de la conciencia que difícilmente cicatrizan. También con
estos sufrimientos es necesario ponerse junto a la cruz de Cristo. (19)
La virginidad por el Reino
Este celibato por el Reino de los cielos no es solamente fruto de una opción libre por parte
del hombre, sino también de una gracia especial por parte de
Dios, que llama a una persona determinada a vivir el celibato.
En la
virginidad libremente elegida la mujer se reafirma a sí misma como persona, es
decir, como un ser que el Creador ha amado por sí misma desde el principio[41] y,
al mismo tiempo, realiza el valor personal de la propia femineidad,
convirtiéndose en «don sincero» a Dios, que se ha revelado en Cristo; un don a
Cristo, Redentor del hombre y Esposo de las almas: un don «esponsal». No
se puede comprender rectamente la virginidad, la consagración de la
mujer en la virginidad, sin recurrir al amor esponsal; en efecto,
en tal amor la persona se convierte en don para el otro.
En la
virginidad entendida así se expresa el llamado radicalismo del
Evangelio: Dejarlo todo y seguir a Cristo (cf. Mt 19,
27), lo cual no puede compararse con el simple quedarse soltera o célibe, pues
la virginidad no se limita únicamente al «no», sino que contiene un profundo
«sí» en el orden esponsal: el entregarse por amor de un modo total e indiviso.
(20)
La maternidad según el espíritu
La virginidad
no priva a la mujer de sus prerrogativas. La maternidad espiritual reviste
formas múltiples. En la vida de las mujeres consagradas que, por ejemplo, viven
según el carisma y las reglas de los diferentes Institutos de carácter
apostólico, dicha maternidad se podrá expresar como solicitud por los hombres,
especialmente por los más necesitados: los enfermos, los minusválidos, los
abandonados, los huérfanos, los ancianos, los niños, los jóvenes, los
encarcelados y, en general, los marginados. Una mujer consagrada
encuentra de esta manera al Esposo, diferente y único en todos y en
cada uno, según sus mismas palabras: «Cuanto hicisteis a uno de éstos ... a mí
me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
En
definitiva la virginidad, como vocación de la mujer, es siempre la vocación de
una persona concreta e irrepetible. Por tanto, también la maternidad
espiritual, que se expresa en esta vocación, es profundamente personal. (21)
VII
LA IGLESIA - ESPOSA DE CRISTO
La «novedad» evangélica
Pero
mientras que en la relación Cristo-Iglesia la sumisión es sólo de la Iglesia,
en la relación marido-mujer la «sumisión» no es unilateral, sino recíproca.
La
convicción de que en el matrimonio se da la «recíproca sumisión de los esposos
en el temor de Cristo» y no solamente la «sumisión» de la mujer al marido, ha
de abrirse camino gradualmente en los corazones, en las conciencias, en el
comportamiento, en las costumbres. (24)
La dimensión simbólica del «gran misterio»
Cristo entró
en esta historia y permanece en ella como el Esposo que «se ha dado a sí
mismo». «Darse» quiere decir «convertirse en un don sincero» del modo más
completo y radical: «Nadie tiene mayor amor» (Jn 15, 13). En esta
concepción, por medio de la Iglesia, todos los seres humanos —hombres y
mujeres— están llamados a ser la «Esposa» de Cristo, redentor del mundo. De
este modo «ser esposa» y, por consiguiente, lo «femenino», se convierte en
símbolo de todo lo «humano», según las palabras de Pablo: «Ya no hay hombre ni
mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,
28). (25)
La Eucaristía
Cristo,
llamando como apóstoles suyos sólo a hombres, lo hizo de un modo totalmente libre y
soberano. Y lo hizo con la misma libertad con que en todo su
comportamiento puso en evidencia la dignidad y la vocación de la mujer, sin
amoldarse al uso dominante y a la tradición avalada por la legislación de su
tiempo.
Es lícito
pensar que de este modo deseaba expresar la relación entre el hombre y la
mujer, entre lo que es «femenino» y lo que es «masculino», querida por Dios,
tanto en el misterio de la creación como en el de la redención. Ante todo en
la Eucaristía se expresa de modo sacramental el acto redentor
de Cristo Esposo en relación con la Iglesia Esposa. Esto se hace
transparente y unívoco cuando el servicio sacramental de la Eucaristía —en la
que el sacerdote actúa «in persona Christi»— es realizado por el
hombre. (26)
El don de la Esposa
27. El
Concilio Vaticano II ha renovado en la Iglesia la conciencia de la
universalidad del
El Concilio
Vaticano II, confirmando la enseñanza de toda la tradición, ha recordado que en
la jerarquía de la santidad precisamente la «mujer», María de
Nazaret, es «figura» de la Iglesia. Ella «precede» a todos en el camino de la
santidad; en su persona la «Iglesia ha alcanzado ya la perfección con la que
existe inmaculada y sin mancha» (cf. Ef 5, 27. En este sentido
se puede decir que la Iglesia es, a la vez, «mariana» y
«apostólico-petrina».
El Apóstol
habla de los «trabajos» de ellas por Cristo, y estos trabajos indican el
servicio apostólico de la Iglesia en varios campos, comenzando por la «iglesia
doméstica»; es aquí, en efecto, donde la «fe sencilla» pasa de la madre a los
hijos y a los nietos, como se verificó en casa de Timoteo (cf. 2
Tim 1, 5). (27)
VIII
LA MAYOR ES LA CARIDAD
La dignidad de la mujer y el orden del amor
La llamada a
la existencia de la mujer al lado del hombre —«una ayuda adecuada» (Gén 2,
18)— en la «unidad de los dos» ofrece en el mundo visible de las criaturas
condiciones particulares para que «el amor de Dios se derrame en los corazones»
de los seres creados a su imagen.
El amor es
una exigencia ontológica y ética de la persona. La persona debe ser amada ya
que sólo el amor corresponde a lo que es la persona. Así se explica el
mandamiento del amor, conocido ya en el Antiguo Testamento (cf. Dt 6,
5; Lev 19, 18) y puesto por Cristo en el centro mismo del «ethos» evangélico
(cf. Mt 22, 36-40; Mc 12, 28-34). De este
modo se explica también aquel primado del amor expresado por
las palabras de Pablo en la Carta a los Corintios: «La mayor es la
caridad» (cf. 1 Cor 13, 13).
Cuando
afirmamos que la mujer es la que recibe amor para amar a su vez, no expresamos
sólo o sobre todo la específica relación esponsal del matrimonio. Expresamos
algo más universal, basado sobre el hecho mismo de ser mujer en el conjunto de
las relaciones interpersonales, que de modo diverso estructuran la convivencia
y la colaboración entre las personas, hombres y mujeres. En este contexto
amplio y diversificado la mujer representa un valor particular como
persona humana y, al mismo tiempo, como aquella persona
concreta, por el hecho de su femineidad. (29)
Conciencia de una misión
En la
presente reflexión hemos señalado el puesto singular de la
«mujer» en este texto clave de la Revelación. Es preciso manifestar
también cómo la misma mujer, que llega a ser «paradigma» bíblico, se halla
asimismo en la perspectiva escatológica del mundo y del hombre expresada por
el Apocalipsis.[60] Es
«una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de
doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12, 1). Se podría decir: una
mujer a la medida del cosmos, a la medida de toda la obra de la creación. Al
mismo tiempo sufre «con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz» (Ap 12,
2), como Eva «madre de todos los vivientes» (Gén 3, 20).
La fuerza
moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios
le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano.
Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo,
esta entrega se refiere especialmente a la mujer —sobre todo en razón de su
femineidad— y ello decide principalmente su vocación.
En nuestros
días los éxitos de la ciencia y de la técnica permiten alcanzar de modo hasta
ahora desconocido un grado de bienestar material que, mientras favorece a
algunos, conduce a otros a la marginación. De ese modo, este progreso
unilateral puede llevar también a una gradual pérdida de la
sensibilidad por el hombre, por todo aquello que es esencialmente humano. En
este sentido, sobre todo el momento presente espera la
manifestación de aquel «genio» de la mujer, que asegure en toda
circunstancia la sensibilidad por el hombre, por el hecho de que es ser humano.
Y porque «la mayor es la caridad» (1 Cor 13, 13). (30)
IX
CONCLUSIÓN
«Si conocieras el don de Dios»
La
Iglesia, por
consiguiente, da gracias por todas las mujeres y por cada una: por
las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la
virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que
esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser
humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana;
por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una
gran responsabilidad social; por las mujeres «perfectas» y por las
mujeres «débiles». Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en
toda la belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su
amor eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es
«la patria» de la familia humana, que a veces se transforma en «un valle de
lágrimas». Tal como asumen, juntamente con el hombre, la
responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las
necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos
tienen en Dios mismo, en el seno de la Trinidad inefable. (31)
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