miércoles, 29 de noviembre de 2017

DOMINUM ET VIVIFICANTEM



CARTA ENCÍCLICA
DOMINUM ET VIVIFICANTEM
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
SOBRE EL ESPÍRITU SANTO



I PARTE - EL ESPÍRITU DEL PADRE Y DEL HIJO, DADO A LA IGLESIA

1.      Promesa y revelación de Jesús durante la Cena pascual

  « Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo he dicho ». El Espíritu Santo será el Consolador de los apóstoles y de la Iglesia, siempre presente en medio de ellos—aunque invisible—como maestro de la misma Buena Nueva que Cristo anunció. Las palabras « enseñará » y « recordará » significan no sólo que el Espíritu, a su manera, seguirá inspirando la predicación del Evangelio de salvación, sino que también ayudará a comprender el justo significado del contenido del mensaje de Cristo, asegurando su continuidad e identidad de comprensión en medio de las condiciones y circunstancias mudables. El Espíritu Santo, pues, hará que en la Iglesia perdure siempre la misma verdad que los apóstoles oyeron de su Maestro. (4)

La suprema y completa autorrevelación de Dios, que se ha realizado en Cristo, atestiguada por la predicación de los Apóstoles, sigue manifestándose en la Iglesia mediante la misión del Paráclito invisible, el Espíritu de la verdad. (7)



2. Padre, Hijo y Espíritu Santo

En el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios « existe » como don. El Espíritu Santo es pues la expresión personal de esta donación, de este ser-amor. Es Persona-amor. Es Persona-don. Tenemos aquí una riqueza insondable de la realidad y una profundización inefable del concepto de persona en Dios, que solamente conocemos por la Revelación.
Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación. Como escribe el apóstol Pablo: « El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado » (10)



3. La donación salvífica de Dios por el Espíritu Santo

« En el principio creó Dios los cielos y la tierra ... y el Espíritu de Dios (ruah Elohim) aleteaba por encima de las aguas ». Este concepto bíblico de creación comporta no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia, es decir, el dar la existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios en la creación, o sea, el inicio de la comunicación salvífica de Dios a las cosas que crea. Lo cual es válido ante todo para el hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. (12)

Entre el primer inicio y toda la historia del hombre, —empezando por la caída original—, se ha interpuesto el pecado, que es contrario a la presencia del Espíritu de Dios en la creación y es, sobre todo, contrario a la comunicación salvífica de Dios al hombre. (13)

A costa de la Cruz redentora y por la fuerza de todo el misterio pascual de Jesucristo, el Espíritu Santo viene para quedar se desde el día de Pentecostés con los Apóstoles, para estar con la Iglesia y en la Iglesia y, por medio de ella, en el mundo. De este modo se realiza definitivamente aquel nuevo inicio de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo por obra de Jesucristo, Redentor del Hombre y del mundo. (14)


4. El Mesías ungido con el Espíritu Santo
El profeta presenta al Mesías como aquél que viene por el Espíritu Santo, como aquél que posee la plenitud de este Espíritu en sí y, al mismo tiempo, para los demás, para Israel, para todas las naciones y para toda la humanidad. La plenitud del Espíritu de Dios está acompañada de múltiples dones, los de la salvación, destinados de modo particular a los pobres y a los que sufren, a todos los que abren su corazón a estos dones, a veces mediante las dolorosas experiencias de su propia existencia, pero ante todo con aquella disponibilidad interior que viene de la fe. (16)


5. Jesús de Nazaret « elevado » por el Espíritu Santo

Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego ». Juan Bautista anuncia al Mesías-Cristo no sólo como el que « viene » por el Espíritu Santo, sino también como el que « lleva » el Espíritu Santo, como Jesús revelará mejor en el Cenáculo.
Al ver que llega, Juan proclama: « He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo ». Dice esto por inspiración del Espíritu Santo, atestiguando el cumplimiento de la profecía de Isaías. Al mismo tiempo confiesa la fe en la misión redentora de Jesús de Nazaret. « Cordero de Dios » en boca de Juan Bautista es una expresión de la verdad sobre el Redentor, no menos significativa de la usada por Isaías: « Siervo del Señor ». Así, por el testimonio de Juan en el Jordán, Jesús de Nazaret, rechazado por sus conciudadanos, es elevado ante Israel como Mesías, es decir « Ungido » con el Espíritu Santo. Y este testimonio es corroborado por otro testimonio de orden superior mencionado por los Sinópticos. En efecto, cuando todo el pueblo fue bautizado y mientras Jesús después de recibir el bautismo estaba en oración, « se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma »  y al mismo tiempo « vino una voz del cielo: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco » (19)



6. Cristo resucitado dice: « Recibid el Espíritu Santo »
 
Los acontecimientos pascuales —pasión, muerte y resurrección de Cristo— son también el tiempo de la nueva venida del Espíritu Santo, como Paráclito y Espíritu de la verdad. Son el tiempo del « nuevo inicio » de la comunicación de Dios uno y trino a la humanidad en el Espíritu Santo, por obra de Cristo Redentor. Este nuevo inicio es la redención del mundo: « Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único ». Ya en el « dar » el Hijo, en este don del Hijo, se expresa la esencia más profunda de Dios, el cual, como Amor, es la fuente inagotable de esta dádiva. En el don hecho por el Hijo se completan la revelación y la dádiva del amor eterno: el Espíritu Santo, que en la inescrutable profundidad de la divinidad es una Persona-don, por obra del Hijo, es decir, mediante el misterio pascual es dado de un modo nuevo a los apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero. (23)



7. El Espíritu Santo y la era de la Iglesia 

El Espíritu Santo asumió la guía invisible —pero en cierto modo «perceptible»— de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores.  (25)



II PARTE - EL ESPÍRITU QUE CONVENCE AL MUNDO
EN LO REFERENTE AL PECADO

1. Pecado, justicia y juicio

« El convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia, porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado ».

En este pasaje « el pecado », significa la incredulidad que Jesús encontró entre los « suyos », empezando por sus conciudadanos de Nazaret. Significa el rechazo de su misión que llevará a los hombres a condenarlo a muerte. Cuando seguidamente habla de « la justicia », Jesús parece que piensa en la justicia definitiva, que el Padre le dará rodeándolo con la gloria de la resurrección y de la ascensión al cielo: « Voy al Padre ». A su vez, en el contexto del « pecado » y de la « justicia » entendidos así, « el juicio » significa que el Espíritu de la verdad demostrará la culpa del « mundo » en la condena de Jesús a la muerte en Cruz. Sin embargo, Cristo no vino al mundo sólo para juzgarlo y condenarlo: él vino para salvarlo.105 El convencer en lo referente al pecado y a la justicia tiene como finalidad la salvación del mundo y la salvación de los hombres. Precisamente esta verdad parece estar subrayada por la afirmación de que « el juicio » se refiere solamente al « Príncipe de este mundo », es decir, Satanás, el cual desde el principio explota la obra de la creación contra la salvación, contra la alianza y la unión del hombre con Dios: él está « ya juzgado » desde el principio. Si el Espíritu Paráclito debe convencer al mundo precisamente en lo referente al juicio, es para continuar en él la obra salvífica de Cristo.(27)





2. El testimonio del día de Pentecostés

Desde este testimonio inicial de Pentecostés, la acción del Espíritu de la verdad, que « convence al mundo en lo referente al pecado » del rechazo de Cristo, está vinculada de manera inseparable al testimonio del misterio pascual: misterio del Crucificado y Resucitado. En esta vinculación el mismo « convencer en lo referente al pecado » manifiesta la propia dimensión salvífica. En efecto, es un « convencimiento » que no tiene como finalidad la mera acusación del mundo, ni mucho menos su condena. Jesucristo no ha venido al mundo para juzgarlo y condenarlo, sino para salvarlo...   ...« ¿Qué hemos de hacer, hermanos? » él les responde: « Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo ». 
De este modo el « convencer en lo referente al pecado » llega a ser a la vez un convencer sobre la remisión de los pecados, por virtud del Espíritu Santo.  (31)

Sin embargo, de esta verdad inefable nadie puede « convencer al mundo », al hombre y a la conciencia humana , sino es el Espíritu de la verdad. El es el Espíritu que « sondea hasta las profundidades de Dios ». Ante el misterio del pecado se deben sondear totalmente « las profundidades de Dios ». No basta sondear la conciencia humana, como misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el misterio íntimo de Dios, en aquellas « profundidades de Dios » que se resumen en la síntesis: al Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu Santo. Es precisamente el Espíritu Santo que las « sondea » y de ellas saca la respuesta de Dios al pecado del hombre. Con esta respuesta se cierra el procedimiento de « convencer en lo referente al pecado », como pone en evidencia el acontecimiento de Pentecostés....   ...El hombre tampoco conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera de la Cruz de Cristo. Y tampoco puede ser « convencido » de ella sino es por el Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de Dios. (32)


3. El testimonio del principio: la realidad originaria del pecado

Cuando Jesús, la víspera de su pasión, habla del pecado de los que « no creen en él », en estas palabras suyas llenas de dolor encontramos como un eco lejano de aquel pecado, que en su forma originaria se inserta oscuramente en el misterio mismo de la creación. El que habla, pues, es no sólo el Hijo del hombre, sino que es también el « Primogénito de toda la creación », « en él fueron creadas todas las cosas ... todo fue creado por él y para él ».  A la luz de esta verdad se comprende que la « desobediencia », en el misterio del principio, presupone en cierto modo la misma « no-fe », aquel mismo « no creyeron » que volverá a repetirse ante el misterio pascual. Como hemos dicho ya, se trata del rechazo o, por lo menos, del alejamiento de la verdad contenida en la Palabra del Padre. El rechazo se expresa prácticamente como « desobediencia », en un acto realizado como efecto de la tentación, que proviene del « padre de la mentira ». Por tanto, en la raíz del pecado humano está la mentira como radical rechazo de la verdad contenida en el Verbo del Padre, mediante el cual se expresa la amorosa omnipotencia del Creador: la omnipotencia y a la vez el amor de Dios Padre, « creador de cielo y tierra ». (33)

En el marco de la « imagen y semejanza » de Dios, « el don del Espíritu » significa, finalmente, una llamada a la amistad, en la que las trascendentales « profundidades de Dios » están abiertas, en cierto modo, a la participación del hombre. El Concilio Vaticano II enseña: « Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía » (34)

La « imagen de Dios », que consiste en la racionalidad y en la libertad, demuestra la grandeza y la dignidad del sujeto humano, que es persona. Pero este sujeto personal es también una criatura: en su existencia y esencia depende del Creador. Según el Génesis, « el árbol de la ciencia del bien y del mal » debía expresar y constantemente recordar al hombre el « límite » insuperable para un ser creado. En este sentido debe entenderse la prohibición de Dios: el Creador prohíbe al hombre y a la mujer que coman los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. Las palabras de la instigación, es decir de la tentación, como está formulada en el texto sagrado, inducen a transgredir esta prohibición, o sea a superar aquel « límite »: « el día en que comiereis de él se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal »....
La « desobediencia » significa precisamente pasar aquel límite que permanece insuperable a la voluntad y a la libertad del hombre como ser creado. Dios creador es, en efecto, la fuente única y definitiva del orden moral en el mundo creado por él. El hombre no puede decidir por sí mismo lo que es bueno y malo, no puede « conocer el bien y el mal como dioses ». Sí, en el mundo creado Dios es la fuente primera y suprema para decidir sobre el bien y el mal, mediante la íntima verdad del ser, que es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consubstancial al Padre. Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia, para que la imagen pueda reflejar fielmente en ella su modelo, que es sabiduría y ley eterna, fuente del orden moral en el hombre y en el mundo. La « desobediencia », como dimensión originaria del pecado, significa rechazo de esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el mal. El Espíritu que « sondea las profundidades de Dios » y que, a la vez, es para el hombre la luz de la conciencia y la fuente del orden moral, conoce en toda su plenitud esta dimensión del pecado, que se inserta en el misterio del principio humano. Y no cesa de « convencer de ello al mundo » en relación con la cruz de Cristo en el Gólgota. (36)

Según el testimonio del principio, Dios en la creación se ha revelado a sí mismo como omnipotencia que es amor. Al mismo tiempo ha revelado al hombre que, como « imagen y semejanza » de su creador, es llamado a participar de la verdad y del amor. Esta participación significa una vida en unión con Dios, que es la « vida eterna ». Pero el hombre, bajo la influencia del « padre de la mentira », se ha separado de esta participación. ¿En qué medida? Ciertamente no en la medida del pecado de un espíritu puro, en la medida del pecado de Satanás. El espíritu humano es incapaz de alcanzar tal medida. En la misma descripción del Génesis es fácil señalar la diferencia de grado existente entre « el soplo del mal » del que es pecador (o sea permanece en el pecado) desde el principio  y que ya « está juzgado »  y el mal de la desobediencia del hombre. Esta desobediencia, sin embargo, significa también dar la espalda a Dios y, en cierto modo, el cerrarse de la libertad humana ante él. Significa también una determinada apertura de esta libertad —del conocimiento y de la voluntad humana— hacia el que es el « padre de la mentira ». Este acto de elección responsable no es sólo una « desobediencia », sino que lleva consigo también una cierta adhesión al motivo contenido en la primera instigación al pecado y renovada constantemente a lo largo de la historia del hombre en la tierra: « es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal ». Aquí nos encontramos en el centro mismo de lo que se podría llamar el « anti-Verbo », es decir la « anti-verdad ». En efecto, es falseada la verdad del hombre: quién es el hombre y cuáles son los límites insuperables de su ser y de su libertad. Esta « anti-verdad » es posible, porque al mismo tiempo es falseada completamente la verdad sobre quien es Dios. Dios Creador es puesto en estado de sospecha, más aún incluso en estado de acusación ante la conciencia de la criatura. Por vez primera en la historia del hombre aparece el perverso « genio de la sospecha ». Este trata de « falsear » el Bien mismo, el Bien absoluto, que en la obra de la creación se ha manifestado precisamente como el bien que da de modo inefable: como bonum diffusivum sui, como amor creador. ¿Quién puede plenamente « convencer en lo referente al pecado », es decir de esta motivación de la desobediencia originaria del hombre sino aquél que sólo él es el don y la fuente de toda dádiva, sino el Espíritu que, « sondea las profundidades de Dios » y es amor del Padre y del Hijo? (37)

El hombre será propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación y no la fuente de su liberación y la plenitud del bien. Esto lo vemos confirmado en nuestros días, en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la religión en base al presupuesto de que determina la radical « alienación » del hombre, como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la idea de Dios, le atribuye lo que pertenece al hombre y exclusivamente al hombre. Surge de aquí una forma de pensamiento y de praxis histórico-sociológica donde el rechazo de Dios ha llegado hasta la declaración de su « muerte ». Esto es un absurdo conceptual y verbal. Pero la ideología de la « muerte de Dios » amenaza más bien al hombre, como indica el Vaticano II, cuando, sometiendo a análisis la cuestión de la « autonomía de la realidad terrena », afirma: « La criatura sin el Creador se esfuma ... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida ». La ideología de la « muerte de Dios » en sus efectos demuestra fácilmente que es, a nivel teórico y práctico, la ideología de la « muerte del hombre ». (38)



4. El Espíritu que transforma el sufrimiento en amor salvífico

Desde el principio el misterio oscuro del pecado se ha manifestado en el mundo con una clara referencia al Creador de la libertad humana. Ha aparecido como un acto voluntario de la criatura-hombre contrario a la voluntad de Dios: la voluntad salvífica de Dios; es más, ha aparecido como oposición a la verdad, sobre la base de la mentira ya definitivamente « juzgada »: mentira que ha puesto en estado de acusación, en estado de sospecha permanente, al mismo amor creador y salvífico. El hombre ha seguido al « padre de la mentira », poniéndose contra el Padre de la vida y el Espíritu de la verdad.
Si el pecado, al rechazar el amor, ha engendrado el « sufrimiento » del hombre que en cierta manera se ha volcado sobre toda la creación, el Espíritu Santo entrará en el sufrimiento humano y cósmico con una nueva dádiva de amor, que redimirá al mundo. En boca de Jesús Redentor, en cuya humanidad se verifica el « sufrimiento » de Dios, resonará una palabra en la que se manifiesta el amor eterno, lleno de misericordia: « Siento compasión ». (39)

En el Antiguo Testamento se habla varias veces del « fuego del cielo », que quemaba los sacrificios presentados por los hombres. Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el « fuego del cielo » que actúa en lo más profundo del misterio de la Cruz. Proveniendo del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria. Si el pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en Cristo crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu Santo. Se da así un paradójico misterio de amor: en Cristo sufre Dios rechazado por la propia criatura: « No creen en mí »; pero, a la vez, desde lo más hondo de este sufrimiento —e indirectamente desde lo hondo del mismo pecado « de no haber creído »— el Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde el principio. En lo más hondo del misterio de la Cruz actúa el amor, que lleva de nuevo al hombre a participar de la vida, que está en Dios mismo. (41)

5. « La sangre que purifica la conciencia »

El Concilio Vaticano II ha recordado la enseñanza católica sobre la conciencia, al hablar de la vocación del hombre y, en particular, de la dignidad de la persona humana. Precisamente la conciencia decide de manera específica sobre esta dignidad. En efecto, la conciencia es « el núcleo más secreto y el sagrario del hombre », en el que ésta se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo. Esta voz dice claramente a « los oídos de su corazón advirtiéndole ... haz esto, evita aquello ». Tal capacidad de mandar el bien y prohibir el mal, puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la propiedad clave del sujeto personal. Pero, al mismo tiempo, « en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a si mismo, pero a la cual debe obedecer ». La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano, como se entrevé ya en la citada página del Libro del Génesis. Precisamente, en este sentido, la conciencia es el « sagrario íntimo » donde « resuena la voz de Dios ». Es « la voz de Dios » aun cuando el hombre reconoce exclusivamente en ella el principio del orden moral del que humanamente no se puede dudar, incluso sin una referencia directa al Creador: precisamente la conciencia encuentra siempre en esta referencia su fundamento y su justificación. (43)

La conciencia no sólo manda o prohíbe, sino que juzga a la luz de las órdenes y de las prohibiciones interiores. Es también fuente de remordimiento: el hombre sufre interiormente por el mal cometido. ¿No es este sufrimiento como un eco lejano de aquel « arrepentimiento por haber creado al hombre », que con lenguaje antropomórfico el Libro sagrado atribuye a Dios; de aquella « reprobación » que, inscribiéndose en el « corazón » de la Trinidad, en virtud del amor eterno se realiza en el dolor de la Cruz y en la obediencia de Cristo hasta la muerte? Cuando el Espíritu de la verdad permite a la conciencia humana la participación en aquel dolor, entonces el sufrimiento de la conciencia es particularmente profundo y también salvífico. Pues, por medio de un acto de contrición perfecta, se realiza la auténtica conversión del corazón: es la « metanoia » evangélica. (45)

Si Jesús afirma que la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni en la futura, es porque esta « no-remisión » está unida, como causa suya, a la « no-penitencia », es decir al rechazo radical del convertirse. Lo que significa el rechazo de acudir a las fuentes de la Redención, las cuales, sin embargo, quedan « siempre » abiertas en la economía de la salvación, en la que se realiza la misión del Espíritu Santo. El Paráclito tiene el poder infinito de sacar de estas fuentes: « recibirá de lo mío », dijo Jesús. De este modo el Espíritu completa en las almas la obra de la Redención realizada por Cristo, distribuyendo sus frutos. Ahora bien la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre, que reivindica un pretendido « derecho de perseverar en el mal » en cualquier pecado— y rechaza así la Redención El hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no esencial o sin importancia para su vida. Esta es una condición de ruina espiritual, dado que la blasfemia contra el Espíritu Santo no permite al hombre salir de su autoprisión y abrirse a las fuentes divinas de la purificación de las conciencias y remisión de los pecados. (46)

La acción del Espíritu de la verdad, que tiende al salvífico « convencer en lo referente al pecado », encuentra en el hombre que se halla en esta condición una resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar « dureza de corazón ». En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizás la pérdida del sentido del pecado. (47)



III PARTE - EL ESPÍRITU QUE DA LA VIDA

1. Motivo del Jubileo del año dos mil: Cristo que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo

La concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación.
A « la plenitud de los tiempos » corresponde, en efecto, una especial plenitud de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo. « Por obra del Espíritu Santo » se realiza el misterio de la « unión hipostática », esto es, la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana, de la divinidad con la humanidad en la única Persona del Verbo-Hijo. 
 


2. Motivo del Jubileo: se ha manifestado la gracia

No es posible limitarse a los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo. Hay que mirar atrás, comprender toda la acción del Espíritu Santo aún antes de Cristo: desde el principio, en todo el mundo y, especialmente, en la economía de la Antigua Alianza...   ...debemos mirar más abiertamente y caminar « hacia el mar abierto », conscientes de que « el viento sopla donde quiere », según la imagen empleada por Jesús en el coloquio con Nicodemo. El Concilio Vaticano II, centrado sobre todo en el tema de la Iglesia, nos recuerda la acción del Espíritu Santo incluso « fuera » del cuerpo visible de la Iglesia. Nos habla justamente de « todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo visible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual ». (53)



3. El Espíritu Santo en el drama interno del hombre: la carne tiene apetencias contrarias al espíritu y el espíritu contrarias a la carne

Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo, que San Pablo subraya en la dimensión interior y subjetiva como tensión, lucha y rebelión que tiene lugar en el corazón humano, encuentra en las diversas épocas históricas y, especialmente, en la época moderna su dimensión externa, concentrándose como contenido de la cultura y de la civilización, como sistema filosófico, como ideología, como programa de acción y formación de los comportamientos humanos. Encuentra su máxima expresión en el materialismo, ya sea en su forma teórica —como sistema de pensamiento— ya sea en su forma práctica —como método de lectura y de valoración de los hechos— y además como programa de conducta correspondiente. El sistema que ha dado el máximo desarrollo y ha llevado a sus extremas consecuencias prácticas esta forma de pensamiento, de ideología y de praxis, es el materialismo dialéctico e histórico, reconocido hoy como núcleo vital del marxismo...   ...Aunque no se puede hablar del ateísmo de modo unívoco, ni se le puede reducir exclusivamente a la filosofía materialista dado que existen varias especies de ateísmo y quizás puede decirse que a menudo se usa esta palabra de modo equívoco sin embargo es cierto que un materialismo verdadero y propio entendido como teoría explica la realidad y tomado como principio clave de la acción personal y social, tiene carácter ateo. El horizonte de los valores y de los fines de la praxis, que él delimita, está íntimamente unido a la interpretación de toda la realidad como « materia ». Si a veces habla también del « espíritu » y de las « cuestiones del espíritu », por ejemplo en el campo de la cultura o de la moral, lo hace solamente porque considera algunos hechos como derivados (epifenómenos) de la materia, la cual según este sistema es la forma única y exclusiva del ser. De aquí se sigue que, según esta interpretación, la religión puede ser entendida solamente como una especie de « ilusión idealista » que ha de ser combatida con los modos y métodos más oportunos según los lugares y circunstancias históricas, para eliminarlas de la sociedad y del corazón mismo del hombre. (56)
En la contraposición paulina entre el « espíritu » y la « carne » está incluida también la contraposición entre la « vida » y la « muerte ». Este es un grave problema sobre el que se debe decir ahora que el materialismo, como sistema de pensamiento en cualquiera de sus versiones, significa la aceptación de la muerte como final definitivo de la existencia humana...   ...En cualquier caso, incluso independientemente del grado de esperanza o de desesperación humana, así como de las ilusiones o de los desengaños que se derivan del desarrollo de los sistemas materialistas de pensamiento y de vida, queda la certeza cristiana de que el viento sopla donde quiere, de que nosotros poseemos « las primicias del Espíritu » y que, por tanto, podemos estar también sujetos a los sufrimientos del tiempo que pasa, pero « gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo », esto es, de nuestro ser humano, corporal y espiritual. Gemimos, sí, pero en una espera llena de indefectible esperanza, porque precisamente a este ser humano se ha acercado Dios, que es Espíritu. « Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne ». En el culmen del misterio pascual, el Hijo de Dios, hecho hombre y crucificado por los pecados del mundo, se presentó en medio de sus discípulos después de la resurrección, sopló sobre ellos y dijo: « Recibid el Espíritu Santo ». Este « soplo » permanece para siempre. He aquí que « el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza ». (57)


4. El Espíritu Santo fortalece el « hombre interior»

En nombre de la resurrección de Cristo la Iglesia anuncia la vida, que se ha manifestado más allá del límite de la muerte, la vida que es más fuerte que la muerte. Al mismo tiempo, anuncia al que da la vida: el Espíritu vivificante; lo anuncia y coopera con él en dar la vida. (58)
De esta manera, se realiza plenamente aquella imagen y semejanza de Dios que es el hombre desde el principio. Esta verdad íntima sobre el ser humano ha de ser descubierta constantemente a la luz de Cristo que es el prototipo de la relación con Dios y, en él, debe ser descubierta también la razón de « la entrega sincera de sí mismo a los demás »
Dios uno y trino, que en sí mismo « existe » como realidad trascendente de don interpersonal al comunicarse por el Espíritu Santo como don al hombre, transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias.
Que bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice en nuestro mundo el proceso de verdadera maduración en la humanidad, en la vida individual y comunitaria por el cual Jesús mismo « cuando ruega al Padre que "todos sean uno, como nosotros también somos uno" (Jn 17, 21-22), sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad ». (59)

También en las situaciones normales de la sociedad los cristianos, como testigos de la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple « renovación de la faz de la tierra », colaborando con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el progreso actual de la civilización, de la cultura, de la ciencia, de la técnica y de los demás sectores del pensamiento y de la actividad humana, tiene de bueno, noble y bello.(60)

5. La Iglesia sacramento de la unión intima con Dios

Mediante la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana, aludido por el Concilio: el sentido por el que Jesucristo « revela plenamente el hombre al hombre », sugiriendo « una cierta semejanza entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad ». Esta unión se expresa y se realiza especialmente mediante la Eucaristía en la que el hombre, participando del sacrificio de Cristo, que tal celebración actualiza, aprende también a « encontrarse ... en la entrega sincera de sí mismo »  en la comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos. (62)

 Por medio de la « partida » del Hijo, el Espíritu ha venido y viene constantemente como Paráclito y Espíritu de la verdad. Y en el ámbito de su misión, casi como en la intimidad de la presencia invisible del Espíritu, el Hijo, que « se había ido » a través del misterio pascual, « viene » y está continuamente presente en el misterio de la Iglesia, ocultándose o manifestándose en su historia y dirigiendo siempre su curso. Todo esto tiene lugar sacramentalmente por obra del Espíritu Santo, el cual, tomando de las riquezas de la Redención de Cristo, da la vida continuamente. La Iglesia, al tomar conciencia cada vez más viva de este misterio, se ve mejor a sí misma sobre todo como sacramento. (63)

« La Iglesia es ... como un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios ». Pero lo que cuenta y emerge del sentido analógico, con el que la palabra es empleada en los dos casos, es la relación que la Iglesia tiene con el poder del Espíritu Santo, que él solo da la vida; la Iglesia es signo e instrumento de la presencia y de la acción del Espíritu vivificante.
El Vaticano II añade que la Iglesia es « un sacramento de la unidad de todo el género humano ». Se trata evidentemente de la unidad que el género humano, diferenciado en sí mismo de muchas maneras, tiene de Dios y en Dios.
De este modo, se realiza la « condescendencia » del infinito Amor trinitario: el acercamiento de Dios, Espíritu invisible, al mundo visible. Dios uno y trino se comunica al hombre por el Espíritu Santo desde el principio mediante su « imagen y semejanza ». Bajo la acción del mismo Espíritu el hombre y, por medio de él, el mundo creado redimido por Cristo, se acercan a su destino definitivo en Dios.(64)

6. El Espíritu y la Esposa dicen: « ¡Ven! » 

El soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su manera más simple y común, se manifiesta y se hace sentir en la oración. Es hermoso y saludable pensar que, en cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la oración. Es hermoso y saludable reconocer que si la oración está difundida en todo el orbe, en el pasado, en el presente y en el futuro, de igual modo está extendida la presencia y la acción del Espíritu Santo, que « alienta » la oración en el corazón del hombre en toda la inmensa gama de las más diversas situaciones y de las condiciones, ya favorables, ya adversas a la vida espiritual y religiosa. 
El Espíritu Santo es el don, que viene al corazón del hombre junto con la oración….Está presente en nuestra oración y le da una dimensión divina.

En muchos individuos y en muchas comunidades madura la conciencia de que, a pesar del vertiginoso progreso de la civilización técnico-científica y no obstante las conquistas reales y las metas alcanzadas, el hombre y la humanidad están amenazados. Frente a este peligro, y habiendo ya experimentado antes la espantosa realidad de la decadencia espiritual del hombre, personas y comunidades enteras —como guiados por un sentido interior de la fe— buscan la fuerza que sea capaz de levantar al hombre, salvarlo de sí mismo, de su propios errores y desorientaciones, que con frecuencia convierten en nocivas sus propias conquistas. Y de esta manera descubren la oración, en la que se manifiesta « el Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza ». (65)

Si es un hecho histórico que la Iglesia salió del Cenáculo el día de Pentecostés, se puede decir en cierto modo que nunca lo ha dejado. Espiritualmente el acontecimiento de Pentecostés no pertenece sólo al pasado: la Iglesia está siempre en el Cenáculo que lleva en su corazón. La Iglesia persevera en la oración, como los Apóstoles junto a María, Madre de Cristo, y junto a aquellos que constituían en Jerusalén el primer germen de la comunidad cristiana y aguardaban , en oración, la venida del Espíritu Santo. (66)

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