I PARTE - EL ESPÍRITU DEL PADRE Y DEL HIJO, DADO A LA
IGLESIA
1. Promesa y revelación de Jesús durante la Cena pascual
La suprema y completa autorrevelación de Dios, que se ha realizado en
Cristo, atestiguada por la predicación de los Apóstoles, sigue
manifestándose en la Iglesia mediante la misión del Paráclito invisible,
el Espíritu de la verdad. (7)
2. Padre,
Hijo y Espíritu Santo
Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo
en la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una
fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don
creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la
creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la
economía de la salvación. Como escribe el apóstol Pablo: « El amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
nos ha sido dado » (10)
3. La
donación salvífica de Dios por el Espíritu Santo
Entre el primer inicio y toda la historia del hombre, —empezando por la caída original—, se ha interpuesto el pecado, que es contrario a la presencia del Espíritu de Dios en la creación y es, sobre todo, contrario a la comunicación salvífica de Dios al hombre. (13)
A costa de la Cruz redentora y por la fuerza de todo el misterio pascual de Jesucristo, el Espíritu Santo viene para quedar se desde el día de Pentecostés con los Apóstoles, para estar con la Iglesia y en la Iglesia y, por medio de ella, en el mundo. De este modo se realiza definitivamente aquel nuevo inicio de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo por obra de Jesucristo, Redentor del Hombre y del mundo. (14)
4. El
Mesías ungido con el Espíritu Santo
El profeta presenta al Mesías como aquél que viene por el Espíritu Santo, como aquél que posee la plenitud de este Espíritu en sí y, al mismo tiempo, para los demás, para
Israel, para todas las naciones y para toda la humanidad. La plenitud
del Espíritu de Dios está acompañada de múltiples dones, los de la
salvación, destinados de modo particular a los pobres y a los que
sufren, a todos los que abren su corazón a estos dones, a veces mediante
las dolorosas experiencias de su propia existencia, pero ante todo con
aquella disponibilidad interior que viene de la fe. (16)
5. Jesús
de Nazaret « elevado » por el Espíritu Santo
Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y yo
no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego ».
Juan Bautista anuncia al Mesías-Cristo no sólo como el que « viene »
por el Espíritu Santo, sino también como el que « lleva » el Espíritu
Santo, como Jesús revelará mejor en el Cenáculo.
Al ver que llega, Juan proclama: « He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo ». Dice esto por inspiración del Espíritu Santo, atestiguando el cumplimiento de la profecía de Isaías. Al mismo
tiempo confiesa la fe en la misión redentora de Jesús de Nazaret. «
Cordero de Dios » en boca de Juan Bautista es una expresión de la verdad
sobre el Redentor, no menos significativa de la usada por Isaías: «
Siervo del Señor ».
Así, por el testimonio de Juan en el Jordán, Jesús de Nazaret, rechazado por sus conciudadanos, es elevado ante Israel como Mesías, es
decir « Ungido » con el Espíritu Santo. Y este testimonio es
corroborado por otro testimonio de orden superior mencionado por los
Sinópticos. En efecto, cuando todo el pueblo fue bautizado y mientras
Jesús después de recibir el bautismo estaba en oración, « se abrió el
cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una
paloma » y al mismo tiempo « vino una voz del cielo: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco » (19)
6. Cristo
resucitado dice: « Recibid el Espíritu Santo »
Los acontecimientos pascuales —pasión, muerte y resurrección de Cristo— son también el tiempo de la nueva venida del
Espíritu Santo, como Paráclito y Espíritu de la verdad. Son el tiempo
del « nuevo inicio » de la comunicación de Dios uno y trino a la
humanidad en el Espíritu Santo, por obra de Cristo Redentor. Este nuevo
inicio es la redención del mundo: « Tanto amó Dios al mundo que dio a su
Hijo único ». Ya en el « dar » el Hijo, en este don del Hijo, se expresa la esencia más profunda de Dios, el cual, como Amor, es la fuente inagotable de esta dádiva. En el don hecho por el Hijo se completan la revelación y la dádiva del amor eterno: el Espíritu Santo, que
en la inescrutable profundidad de la divinidad es una Persona-don, por
obra del Hijo, es decir, mediante el misterio pascual es dado de un modo
nuevo a los apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la
humanidad y al mundo entero. (23)
7. El
Espíritu Santo y la era de la Iglesia
El Espíritu Santo asumió la guía invisible
—pero en cierto modo «perceptible»— de quienes, después de la partida
del Señor Jesús, sentían profundamente que habían quedado huérfanos.
Estos, con la venida del Espíritu Santo, se sintieron idóneos para
realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de
fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue
obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores. (25)
II PARTE - EL ESPÍRITU QUE CONVENCE AL MUNDO
EN LO REFERENTE AL PECADO
EN LO REFERENTE AL PECADO
1.
Pecado, justicia y juicio
« El convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la
justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque
no creen en mí; en lo referente a la justicia, porque me voy al Padre, y
ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este
mundo está juzgado ».
En este pasaje « el pecado », significa la incredulidad que Jesús encontró entre los « suyos », empezando por sus conciudadanos de Nazaret. Significa el rechazo de su misión que llevará a los hombres a condenarlo a muerte. Cuando seguidamente habla de « la justicia », Jesús parece que piensa en la justicia definitiva, que el Padre le dará rodeándolo con la gloria de la resurrección y de la ascensión al cielo: « Voy al Padre ». A su vez, en el contexto del « pecado » y de la « justicia » entendidos así, « el juicio » significa que el Espíritu de la verdad demostrará la culpa del « mundo » en la condena de Jesús a la muerte en Cruz. Sin embargo, Cristo no vino al mundo sólo para juzgarlo y condenarlo: él vino para salvarlo.105 El convencer en lo referente al pecado y a la justicia tiene como finalidad la salvación del mundo y la salvación de los hombres. Precisamente esta verdad parece estar subrayada por la afirmación de que « el juicio » se refiere solamente al « Príncipe de este mundo », es decir, Satanás, el cual desde el principio explota la obra de la creación contra la salvación, contra la alianza y la unión del hombre con Dios: él está « ya juzgado » desde el principio. Si el Espíritu Paráclito debe convencer al mundo precisamente en lo referente al juicio, es para continuar en él la obra salvífica de Cristo.(27)
2. El
testimonio del día de Pentecostés
De este modo el « convencer en lo referente al pecado » llega a ser a la vez un convencer sobre la remisión de los pecados, por
virtud del Espíritu Santo. (31)
Sin embargo, de esta verdad inefable nadie puede « convencer al mundo », al hombre y a la conciencia humana , sino es el Espíritu de la verdad. El es el Espíritu que « sondea hasta las profundidades de Dios ». Ante el misterio del pecado se deben sondear totalmente «
las profundidades de Dios ». No basta sondear la conciencia humana,
como misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el
misterio íntimo de Dios, en aquellas « profundidades de Dios » que se
resumen en la síntesis: al Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu Santo. Es precisamente el Espíritu Santo que las « sondea » y de ellas saca la respuesta de Dios al
pecado del hombre. Con esta respuesta se cierra el procedimiento de «
convencer en lo referente al pecado », como pone en evidencia el
acontecimiento de Pentecostés.... ...El
hombre tampoco conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera de
la Cruz de Cristo. Y tampoco puede ser « convencido » de ella sino es por el Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de Dios. (32)
3. El testimonio del principio: la realidad originaria del pecado
Cuando Jesús, la víspera de su pasión, habla del pecado de los que « no creen en él », en estas palabras suyas llenas de dolor encontramos como un eco lejano de aquel pecado, que en su forma originaria se inserta oscuramente en el misterio mismo de la creación. El que habla, pues, es no sólo el Hijo del hombre, sino que es también el « Primogénito de toda la creación », « en él fueron creadas todas las cosas ... todo fue creado por él y para él ». A la luz de esta verdad se comprende que la « desobediencia », en el misterio del principio, presupone en cierto modo la misma « no-fe », aquel mismo « no creyeron » que volverá a repetirse ante el misterio pascual. Como hemos dicho ya, se trata del rechazo o, por lo menos, del alejamiento de la verdad contenida en la Palabra del Padre. El rechazo se expresa prácticamente como « desobediencia », en un acto realizado como efecto de la tentación, que proviene del « padre de la mentira ». Por tanto, en la raíz del pecado humano está la mentira como radical rechazo de la verdad contenida en el Verbo del Padre, mediante el cual se expresa la amorosa omnipotencia del Creador: la omnipotencia y a la vez el amor de Dios Padre, « creador de cielo y tierra ». (33)
En el
marco de la « imagen y semejanza » de Dios, « el don del Espíritu »
significa, finalmente, una llamada a la amistad, en la que las
trascendentales « profundidades de Dios » están abiertas, en cierto
modo, a la participación del hombre. El Concilio Vaticano II enseña: «
Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía » (34)
La « imagen de Dios », que consiste en la racionalidad y en la libertad, demuestra la grandeza y la dignidad del sujeto humano, que es persona. Pero este sujeto personal es también una criatura: en su existencia y esencia depende del Creador. Según el Génesis, « el árbol de la ciencia del bien y del mal » debía expresar y constantemente recordar al hombre el « límite » insuperable para un ser creado. En este sentido debe entenderse la prohibición de Dios: el Creador prohíbe al hombre y a la mujer que coman los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. Las palabras de la instigación, es decir de la tentación, como está formulada en el texto sagrado, inducen a transgredir esta prohibición, o sea a superar aquel « límite »: « el día en que comiereis de él se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal »....
La « imagen de Dios », que consiste en la racionalidad y en la libertad, demuestra la grandeza y la dignidad del sujeto humano, que es persona. Pero este sujeto personal es también una criatura: en su existencia y esencia depende del Creador. Según el Génesis, « el árbol de la ciencia del bien y del mal » debía expresar y constantemente recordar al hombre el « límite » insuperable para un ser creado. En este sentido debe entenderse la prohibición de Dios: el Creador prohíbe al hombre y a la mujer que coman los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. Las palabras de la instigación, es decir de la tentación, como está formulada en el texto sagrado, inducen a transgredir esta prohibición, o sea a superar aquel « límite »: « el día en que comiereis de él se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal »....
La « desobediencia » significa precisamente pasar aquel límite que
permanece insuperable a la voluntad y a la libertad del hombre como ser
creado. Dios creador es, en efecto, la fuente única y definitiva del
orden moral en el mundo creado por él. El hombre no puede decidir por sí
mismo lo que es bueno y malo, no puede « conocer el bien y el mal como
dioses ». Sí, en el mundo creado Dios es la fuente primera y suprema para decidir sobre el bien y el mal, mediante la íntima verdad del ser, que es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consubstancial al Padre. Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia, para
que la imagen pueda reflejar fielmente en ella su modelo, que es
sabiduría y ley eterna, fuente del orden moral en el hombre y en el
mundo. La « desobediencia », como dimensión originaria del pecado,
significa rechazo de esta fuente por la pretensión del hombre de
llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el
mal. El Espíritu que « sondea las profundidades de Dios » y que, a la
vez, es para el hombre la luz de la conciencia y la fuente del orden
moral, conoce en toda su plenitud esta dimensión del pecado, que se
inserta en el misterio del principio humano. Y no cesa de « convencer de ello al mundo » en relación con la cruz de Cristo en el Gólgota. (36)
Según el testimonio del principio, Dios en la creación se ha
revelado a sí mismo como omnipotencia que es amor. Al mismo tiempo ha
revelado al hombre que, como « imagen y semejanza » de su creador, es llamado a participar de la verdad y del amor. Esta participación significa una vida en unión con Dios, que es la « vida eterna ».
Pero el hombre, bajo la influencia del « padre de la mentira », se ha
separado de esta participación. ¿En qué medida? Ciertamente no en la
medida del pecado de un espíritu puro, en la medida del pecado de
Satanás. El espíritu humano es incapaz de alcanzar tal medida. En la misma descripción del Génesis es fácil señalar la diferencia de grado existente entre « el soplo del mal » del que es pecador (o sea permanece en el pecado) desde el principio y que ya « está juzgado » y el mal de la desobediencia del hombre. Esta desobediencia, sin embargo, significa también dar la espalda a Dios y, en cierto modo, el cerrarse de
la libertad humana ante él. Significa también una determinada apertura
de esta libertad —del conocimiento y de la voluntad humana— hacia el que
es el « padre de la mentira ». Este acto de elección responsable no es
sólo una « desobediencia », sino que lleva consigo también una cierta adhesión al motivo contenido
en la primera instigación al pecado y renovada constantemente a lo
largo de la historia del hombre en la tierra: « es que Dios sabe muy
bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis
como dioses, conocedores del bien y del mal ». Aquí nos encontramos en
el centro mismo de lo que se podría llamar el « anti-Verbo », es decir
la « anti-verdad ». En efecto, es falseada la verdad del hombre: quién es el hombre y cuáles son los límites insuperables de su ser y de su libertad. Esta « anti-verdad » es posible, porque al mismo tiempo es falseada completamente la verdad sobre quien es Dios. Dios
Creador es puesto en estado de sospecha, más aún incluso en estado de
acusación ante la conciencia de la criatura. Por vez primera en la
historia del hombre aparece el perverso « genio de la sospecha ». Este
trata de « falsear » el Bien mismo, el Bien absoluto, que en la obra de la creación se ha manifestado precisamente como el bien que da de modo inefable: como bonum diffusivum sui, como amor creador. ¿Quién puede plenamente « convencer en
lo referente al pecado », es decir de esta motivación de la
desobediencia originaria del hombre sino aquél que sólo él es el don y
la fuente de toda dádiva, sino el Espíritu que, « sondea las
profundidades de Dios » y es amor del Padre y del Hijo? (37)
El hombre será propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación y
no la fuente de su liberación y la plenitud del bien. Esto lo vemos
confirmado en nuestros días, en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la religión en base al presupuesto de que determina la radical « alienación » del hombre, como
si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la
idea de Dios, le atribuye lo que pertenece al hombre y exclusivamente al
hombre. Surge de aquí una forma de pensamiento y de praxis
histórico-sociológica donde el rechazo de Dios ha llegado hasta la
declaración de su « muerte ». Esto es un absurdo conceptual y verbal.
Pero la ideología de la « muerte de Dios » amenaza más bien al hombre, como
indica el Vaticano II, cuando, sometiendo a análisis la cuestión de la «
autonomía de la realidad terrena », afirma: « La criatura sin el
Creador se esfuma ... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura
queda oscurecida ».
La ideología de la « muerte de Dios » en sus efectos demuestra
fácilmente que es, a nivel teórico y práctico, la ideología de la «
muerte del hombre ». (38)
4. El
Espíritu que transforma el sufrimiento en amor salvífico
Si el
pecado, al rechazar el amor, ha engendrado el « sufrimiento » del hombre
que en cierta manera se ha volcado sobre toda la creación, el Espíritu Santo entrará
en el sufrimiento humano y cósmico con una nueva dádiva de amor, que
redimirá al mundo. En boca de Jesús Redentor, en cuya humanidad se
verifica el « sufrimiento » de Dios, resonará una palabra en la que se
manifiesta el amor eterno, lleno de misericordia: « Siento compasión ». (39)
En el Antiguo Testamento se habla varias veces del « fuego del
cielo », que quemaba los sacrificios presentados por los hombres. Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el « fuego del cielo » que actúa en lo más profundo del misterio de la Cruz. Proveniendo del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria. Si el
pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en Cristo
crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu
Santo. Se da así un paradójico misterio de amor: en Cristo sufre Dios
rechazado por la propia criatura: « No creen en mí »; pero, a la vez, desde lo más hondo de este sufrimiento —e indirectamente desde lo hondo del mismo pecado « de no haber creído »— el Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde
el principio. En lo más hondo del misterio de la Cruz actúa el amor,
que lleva de nuevo al hombre a participar de la vida, que está en Dios
mismo. (41)
5. « La sangre que purifica la conciencia »
5. « La sangre que purifica la conciencia »
El Concilio Vaticano II ha recordado la enseñanza católica sobre la conciencia, al hablar de la vocación del hombre y, en particular, de la dignidad de la persona humana. Precisamente la conciencia decide de manera específica sobre esta dignidad. En efecto, la conciencia es « el núcleo más secreto y el sagrario del hombre », en el que ésta se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo. Esta voz dice claramente a « los oídos de su corazón advirtiéndole ... haz esto, evita aquello ». Tal capacidad de mandar el bien y prohibir el mal, puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la propiedad clave del sujeto personal. Pero, al mismo tiempo, « en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a si mismo, pero a la cual debe obedecer ». La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano, como se entrevé ya en la citada página del Libro del Génesis. Precisamente, en este sentido, la conciencia es el « sagrario íntimo » donde « resuena la voz de Dios ». Es « la voz de Dios » aun cuando el hombre reconoce exclusivamente en ella el principio del orden moral del que humanamente no se puede dudar, incluso sin una referencia directa al Creador: precisamente la conciencia encuentra siempre en esta referencia su fundamento y su justificación. (43)
La conciencia no sólo manda o prohíbe, sino que juzga a la luz de las órdenes y de las prohibiciones interiores. Es también fuente de remordimiento:
el hombre sufre interiormente por el mal cometido. ¿No es este
sufrimiento como un eco lejano de aquel « arrepentimiento por haber
creado al hombre », que con lenguaje antropomórfico el Libro sagrado
atribuye a Dios; de aquella « reprobación » que, inscribiéndose en el «
corazón » de la Trinidad, en virtud del amor eterno se realiza en el
dolor de la Cruz y en la obediencia de Cristo hasta la muerte? Cuando el
Espíritu de la verdad permite a la conciencia humana la participación en aquel dolor, entonces
el sufrimiento de la conciencia es particularmente profundo y también
salvífico. Pues, por medio de un acto de contrición perfecta, se realiza
la auténtica conversión del corazón: es la « metanoia » evangélica. (45)
Si Jesús afirma que
la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta
vida ni en la futura, es porque esta « no-remisión » está unida, como causa suya, a la « no-penitencia »,
es decir al rechazo radical del convertirse. Lo que significa el
rechazo de acudir a las fuentes de la Redención, las cuales, sin
embargo, quedan « siempre » abiertas en la economía de la salvación, en
la que se realiza la misión del Espíritu Santo. El Paráclito tiene el
poder infinito de sacar de estas fuentes: « recibirá de lo mío », dijo
Jesús. De este modo el Espíritu completa en las almas la obra de la
Redención realizada por Cristo, distribuyendo sus frutos. Ahora bien la
blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre,
que reivindica un pretendido « derecho de perseverar en el mal » —en
cualquier pecado— y rechaza así la Redención El hombre encerrado en el
pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y, por
consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no
esencial o sin importancia para su vida. Esta es una condición de ruina
espiritual, dado que la blasfemia contra el Espíritu Santo no permite al
hombre salir de su autoprisión y abrirse a las fuentes divinas de la
purificación de las conciencias y remisión de los pecados. (46)
La acción del Espíritu de la verdad, que tiende al salvífico «
convencer en lo referente al pecado », encuentra en el hombre que se
halla en esta condición una resistencia interior, como una
impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría decirse
consolidado en razón de una libre elección: es lo que la Sagrada
Escritura suele llamar « dureza de corazón ». En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizás la pérdida del sentido del pecado. (47)
No es posible limitarse a los dos
mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo. Hay que mirar atrás, comprender toda la acción del Espíritu Santo aún antes de Cristo: desde el principio, en
todo el mundo y, especialmente, en la economía de la Antigua Alianza... ...debemos mirar más
abiertamente y caminar « hacia el mar abierto », conscientes de que « el
viento sopla donde quiere », según la imagen empleada por Jesús en el
coloquio con Nicodemo. El Concilio Vaticano II, centrado sobre todo en el tema de la Iglesia, nos recuerda la acción del Espíritu Santo incluso « fuera » del cuerpo visible de la Iglesia. Nos
habla justamente de « todos los hombres de buena voluntad, en cuyo
corazón obra la gracia de modo visible. Cristo murió por todos, y la
vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la
divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a
todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se
asocien a este misterio pascual ». (53)
III PARTE - EL ESPÍRITU QUE DA LA VIDA
1. Motivo
del Jubileo del año dos mil: Cristo que fue concebido por obra y gracia del
Espíritu Santo
La concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más grande
realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la
salvación.
A « la plenitud de los tiempos » corresponde, en efecto, una especial
plenitud de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo. «
Por obra del Espíritu Santo » se realiza el misterio de la « unión hipostática »,
esto es, la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana, de
la divinidad con la humanidad en la única Persona del Verbo-Hijo.
2. Motivo
del Jubileo: se ha manifestado la gracia
3. El
Espíritu Santo en el drama interno del hombre: la carne tiene apetencias
contrarias al espíritu y el espíritu contrarias a la carne
En la contraposición paulina entre el « espíritu » y la « carne »
está incluida también la contraposición entre la « vida » y la « muerte
». Este es un grave problema sobre el que se debe decir ahora que el
materialismo, como sistema de pensamiento en cualquiera de sus
versiones, significa la aceptación de la muerte como final definitivo de la existencia humana... ...En
cualquier caso, incluso independientemente del grado de esperanza o de
desesperación humana, así como de las ilusiones o de los desengaños que
se derivan del desarrollo de los sistemas materialistas de pensamiento y
de vida, queda la certeza cristiana de que el viento sopla donde
quiere, de que nosotros poseemos « las primicias del Espíritu » y que,
por tanto, podemos estar también sujetos a los sufrimientos del tiempo
que pasa, pero « gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo »,
esto es, de nuestro ser humano, corporal y espiritual. Gemimos, sí,
pero en una espera llena de indefectible esperanza, porque precisamente a
este ser humano se ha acercado Dios, que es Espíritu. « Dios, habiendo
enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en
orden al pecado, condenó el pecado en la carne ».
En el culmen del misterio pascual, el Hijo de Dios, hecho hombre y
crucificado por los pecados del mundo, se presentó en medio de sus
discípulos después de la resurrección, sopló sobre ellos y dijo: «
Recibid el Espíritu Santo ». Este « soplo » permanece para siempre. He aquí que « el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza ». (57)
4. El
Espíritu Santo fortalece el « hombre interior»
En
nombre de la resurrección de Cristo la Iglesia anuncia la vida, que se ha manifestado más
allá del límite de la muerte, la vida que es más fuerte que la muerte. Al mismo
tiempo, anuncia al que da la vida: el Espíritu vivificante; lo
anuncia y coopera con él en dar la vida. (58)
De
esta manera, se realiza plenamente aquella imagen y semejanza de Dios que es el
hombre desde el principio. Esta verdad íntima sobre el ser humano ha de ser
descubierta constantemente a la luz de Cristo que es el prototipo de la
relación con Dios y, en él, debe ser descubierta también la razón de « la
entrega sincera de sí mismo a los demás »
Dios
uno y trino, que en sí mismo « existe » como realidad trascendente de don
interpersonal al comunicarse por el Espíritu Santo como don al hombre,
transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones
y de las conciencias.
Que
bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice en nuestro mundo el proceso de
verdadera maduración en la humanidad, en la vida individual y comunitaria por
el cual Jesús mismo « cuando ruega al Padre que "todos sean uno, como
nosotros también somos uno" (Jn 17, 21-22), sugiere una cierta
semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de
Dios en la verdad y en la caridad ». (59)
También
en las situaciones normales de la sociedad los cristianos, como testigos de
la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo,
contribuyen a la múltiple « renovación de la faz de la tierra », colaborando
con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el progreso actual de la
civilización, de la cultura, de la ciencia, de la técnica y de los demás
sectores del pensamiento y de la actividad humana, tiene de bueno, noble y
bello.(60)
5. La
Iglesia sacramento de la unión intima con Dios
Mediante
la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito
consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana, aludido
por el Concilio: el sentido por el que Jesucristo « revela plenamente el hombre
al hombre », sugiriendo « una cierta semejanza entre la unión de las
Personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la
caridad ». Esta unión se expresa y se realiza especialmente mediante la
Eucaristía en la que el hombre, participando del sacrificio de Cristo, que tal
celebración actualiza, aprende también a « encontrarse ... en la entrega
sincera de sí mismo » en la
comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos. (62)
Por medio de la «
partida » del Hijo, el Espíritu ha venido y viene constantemente como Paráclito
y Espíritu de la verdad. Y en el ámbito de su misión, casi como en la intimidad
de la presencia invisible del Espíritu, el Hijo, que « se había ido » a través
del misterio pascual, « viene » y está continuamente presente en el misterio
de la Iglesia, ocultándose o manifestándose en su historia y dirigiendo
siempre su curso. Todo esto tiene lugar sacramentalmente por obra del Espíritu
Santo, el cual, tomando de las riquezas de la Redención de Cristo, da la vida
continuamente. La Iglesia, al tomar conciencia cada vez más viva de este
misterio, se ve mejor a sí misma sobre todo como sacramento. (63)
«
La Iglesia es ... como un sacramento, o sea signo o instrumento de la
unión íntima con Dios ». Pero lo que cuenta y emerge del sentido analógico, con
el que la palabra es empleada en los dos casos, es la relación que la Iglesia
tiene con el poder del Espíritu Santo, que él solo da la vida; la Iglesia es
signo e instrumento de la presencia y de la acción del Espíritu vivificante.
El
Vaticano II añade que la Iglesia es « un sacramento de la unidad de
todo el género humano ». Se trata evidentemente de la unidad que el género
humano, diferenciado en sí mismo de muchas maneras, tiene de Dios y en Dios.
De
este modo, se realiza la « condescendencia » del infinito Amor
trinitario: el acercamiento de Dios, Espíritu invisible, al mundo visible. Dios
uno y trino se comunica al hombre por el Espíritu Santo desde el principio
mediante su « imagen y semejanza ». Bajo la acción del mismo Espíritu el
hombre y, por medio de él, el mundo creado redimido por Cristo, se
acercan a su destino definitivo en Dios.(64)
6. El
Espíritu y la Esposa dicen: « ¡Ven! »
El soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su manera más simple y
común, se manifiesta y se hace sentir en la oración. Es hermoso y
saludable pensar que, en cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el
Espíritu Santo, soplo vital de la oración. Es hermoso y saludable reconocer que
si la oración está difundida en todo el orbe, en el pasado, en el presente y en
el futuro, de igual modo está extendida la presencia y la acción del Espíritu
Santo, que « alienta » la oración en el corazón del hombre en toda la inmensa
gama de las más diversas situaciones y de las condiciones, ya favorables, ya
adversas a la vida espiritual y religiosa.
El
Espíritu Santo es el don, que viene al corazón del hombre junto con la
oración….Está presente en nuestra oración y le da una dimensión divina.
En
muchos individuos y en muchas comunidades madura la conciencia de que, a pesar
del vertiginoso progreso de la civilización técnico-científica y no obstante
las conquistas reales y las metas alcanzadas, el hombre y la humanidad están
amenazados. Frente a este peligro, y habiendo ya experimentado antes la
espantosa realidad de la decadencia espiritual del hombre, personas y
comunidades enteras —como guiados por un sentido interior de la fe— buscan la
fuerza que sea capaz de levantar al hombre, salvarlo de sí mismo, de su propios
errores y desorientaciones, que con frecuencia convierten en nocivas sus
propias conquistas. Y de esta manera descubren la oración, en la que se
manifiesta « el Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza ». (65)
Si
es un hecho histórico que la Iglesia salió del Cenáculo el día de Pentecostés,
se puede decir en cierto modo que nunca lo ha dejado. Espiritualmente el
acontecimiento de Pentecostés no pertenece sólo al pasado: la Iglesia está
siempre en el Cenáculo que lleva en su corazón. La Iglesia persevera en la
oración, como los Apóstoles junto a María, Madre de Cristo, y junto
a aquellos que constituían en Jerusalén el primer germen de la comunidad
cristiana y aguardaban , en oración, la venida del Espíritu Santo. (66)