CARTA ENCÍCLICA
DIVES IN MISERICORDIA
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
SOBRE LA MISERICORDIA DIVINA
DIVES IN MISERICORDIA
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
SOBRE LA MISERICORDIA DIVINA
I. QUIEN ME VE A MI, VE AL PADRE (cfr. Jn 14,
9)
1.
Revelación de la misericordia
En Cristo
Jesús, toda vía hacia el hombre, cual le ha sido confiado de una vez para
siempre a la Iglesia en el mutable contexto de los tiempos, es simultáneamente
un caminar al encuentro con el Padre y su amor.
Mientras las
diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y
siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el
antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en
la historia del hombre de manera orgánica y profunda. (1)
2.
Encarnación de la misericordia
Mediante
esta « revelación » de Cristo conocemos a Dios, sobre todo en su relación de
amor hacia el hombre: en su « filantropía » Es justamente ahí
donde « sus perfecciones invisibles » se hacen de modo especial « visibles »,
incomparablemente más visibles que a través de todas las demás « obras
realizadas por él »: tales perfecciones se hacen visibles en Cristo y por
Cristo, a través de sus acciones y palabras y, finalmente, mediante su
muerte en la cruz y su resurrección.(2)
II. MENSAJE MESIÁNICO
3. Cuando
Cristo comenzó a obrar y enseñar
Ante sus
conciudadanos en Nazaret, Cristo hace alusión a las palabras del profeta
Isaías: « El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar
a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la
recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar
un año de gracia del Señor ».19 Estas
frases, según san Lucas, son su primera declaración mesiánica, a la que
siguen los hechos y palabras conocidos a través del Evangelio. Mediante tales
hechos y palabras, Cristo hace presente al Padre entre los hombres. Es
altamente significativo que estos hombres sean en primer lugar los pobres,
carentes de medios de subsistencia, los privados de libertad, los ciegos que no
ven la belleza de la creación, los que viven en aflicción de corazón o sufren a
causa de la injusticia social, y finalmente los pecadores. Con relación a éstos
especialmente, Cristo se convierte sobre todo en signo legible de Dios que es
amor
Cristo, al
revelar el amor-misericordia de Dios, exigía al mismo tiempo a los
hombres que a su vez se dejasen guiar en su vida por el amor y la
misericordia. Esta exigencia forma parte del núcleo mismo del mensaje mesiánico
y constituye la esencia del ethos evangélico. El Maestro lo expresa bien
sea a través del mandamiento definido por él como « el más grande », bien en
forma de bendición, cuando en el discurso de la montaña proclama: «
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia ».
En este caso
no se trata sólo de cumplir un mandamiento o una exigencia de naturaleza ética,
sino también de satisfacer una condición de capital importancia, a fin de que
Dios pueda revelarse en su misericordia hacia el hombre: ...los
misericordiosos... alcanzarán misericordia. (3)
III. EL ANTIGUO TESTAMENTO
4. El
concepto de « misericordia » en el Antiguo Testamento
En la
predicación de los profetas la misericordia significa una potencia especial
del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo
elegido.
En este
amplio contexto « social », la misericordia aparece como elemento correlativo
de la experiencia interior de las personas en particular, que versan en estado
de culpa o padecen toda clase de sufrimientos y desventuras. Tanto el mal
físico como el mal moral o pecado hacen que los hijos e hijas de Israel se
dirijan al Señor recurriendo a su misericordia. Así lo hace David, con la
conciencia de la gravedad de su culpa.
En el origen
de esta multiforme convicción comunitaria y personal, como puede comprobarse
por todo el Antiguo Testamento a lo largo de los siglos, se coloca la
experiencia fundamental del pueblo elegido, vivida en tiempos del éxodo: el
Señor vio la miseria de su pueblo, reducido a la esclavitud, oyó su grito,
conoció sus angustias y decidió liberarlo.
La
misericordia no pertenece únicamente al concepto de Dios, sino que es algo que
caracteriza la vida de todo el pueblo de Israel y también de sus propios hijos
e hijas: es el contenido de la intimidad con su Señor, el contenido de
su diálogo con El.
El amor, por
así decirlo, condiciona a la justicia y en definitiva la justicia es servidora
de la caridad. La primacía y la superioridad del amor respecto a la justicia
(lo cual es característico de toda la revelación) se manifiestan precisamente
a través de la misericordia.
Mediante
este pueblo que camina a lo largo de la historia, tanto de la Antigua como de
la Nueva Alianza, ese misterio de la elección se refiere a cada hombre, a toda
la gran familia humana: « Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi
favor ». « Aunque se retiren los montes..., no se apartará de ti mi amor, ni mi
alianza de paz vacilará ».
Cristo
revela al Padre en la misma perspectiva y sobre un terreno ya preparado, como
lo demuestran amplias páginas de los escritos del Antiguo Testamento. Al final
de tal revelación, en la víspera de su muerte, dijo El al apóstol Felipe estas
memorables palabras: « ¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me habéis
conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre ». (4)
IV. LA PARÁBOLA DEL HIJO PRODIGO
5. Analogía
El
patrimonio que aquel tal había recibido de su padre era un recurso de bienes
materiales, pero más importante que estos bienes materiales era su dignidad
de hijo en la casa paterna. La situación en que llegó a encontrarse cuando
ya había perdido los bienes materiales, le debía hacer consciente, por
necesidad, de la pérdida de esa dignidad.
El se mide a
sí mismo con el metro de los bienes que había perdido y que ya « no posee »,
mientras que los asalariados en casa de su padre los « poseen ». Estas palabras
se refieren ante todo a una relación con los bienes materiales. No obstante,
bajo estas palabras se esconde el drama de la dignidad perdida, la conciencia
de la filiación echada a perder.
Cuando él
decide volver a la casa paterna y pedir a su padre que lo acoja —no ya en
virtud del derecho de hijo, sino en condiciones de mercenario— parece
externamente que obra por razones del hambre y de la miseria en que ha caído;
pero este motivo está impregnado por la conciencia de una pérdida más profunda:
ser un jornalero en la casa del propio padre es ciertamente una gran
humillación y vergüenza. (5)
6. Reflexión
particular sobre la dignidad humana
El padre del
hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre
sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la parábola no sólo con la
inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa después de haber malgastado
el patrimonio; se expresa aún más plenamente con aquella alegría, con aquel
aire festivo tan generoso respecto al disipador después de su vuelta, de tal
manera que suscita contrariedad y envidia en el hermano mayor, quien no se
había alejado nunca del padre ni había abandonado la casa.
La
misericordia —tal como Cristo nos la ha presentado en la parábola del hijo
pródigo— tiene la forma interior del amor, que en el Nuevo Testamento se
llama agapé. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo,
toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado.
Ocurre a
veces que, siguiendo tal sistema de valoración, percibimos principalmente en
la misericordia una relación de desigualdad entre el que la ofrece y el que
la recibe. Consiguientemente estamos dispuestos a deducir que la misericordia
difama a quien la recibe y ofende la dignidad del hombre. La parábola del hijo
pródigo demuestra cuán diversa es la realidad: la relación de
misericordia se funda en la común experiencia de aquel bien que es el hombre,
sobre la común experiencia de la dignidad que le es propia. Esta experiencia
común hace que el hijo pródigo comience a verse a sí mismo y sus acciones con
toda verdad (semejante visión en la verdad es auténtica humildad); en cambio
para el padre, y precisamente por esto, el hijo se convierte en un bien
particular: el padre ve el bien que se ha realizado con una claridad tan
límpida, gracias a una irradiación misteriosa de la verdad y del amor, que
parece olvidarse de todo el mal que el hijo había cometido.
El
significado verdadero y propio de la misericordia en el mundo no consiste
únicamente en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al
mal moral, físico o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto
verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las
formas de mal existentes en el mundo y en el hombre. (6)
V. EL MISTERIO PASCUAL
7. Misericordia
revelada en la cruz y en la resurrección
La dimensión
divina de la redención nos permite, en el momento más empírico e «
histórico », desvelar la profundidad de aquel amor que no se echa atrás ante el
extraordinario sacrificio del Hijo, para colmar la fidelidad del Creador y
Padre respecto a los hombres creados a su imagen y ya desde el « principio »
elegidos, en este Hijo, para la gracia y la gloria.
El que «
pasó haciendo el bien y sanando », « curando toda clase de dolencias y
enfermedades », él mismo parece merecer ahora la más grande misericordia y apelarse
a la misericordia cuando es arrestado, ultrajado, condenado, flagelado,
coronado de espinas; cuando es clavado en la cruz y expira entre terribles
tormentos. Es entonces cuando merece de modo particular la misericordia de los
hombres, a quienes ha hecho el bien, y no la recibe.
Cristo, en
cuanto hombre que sufre realmente y de modo terrible en el Huerto de los Olivos
y en el Calvario, se dirige al Padre, a aquel Padre, cuyo amor ha predicado a
los hombres, cuya misericordia ha testimoniado con todas sus obras. Pero no le
es ahorrado —precisamente a él— el tremendo sufrimiento de la muerte en cruz: «
a quien no conoció el pecado, Dios le hizo pecado por nosotros »,
escribía san Pablo, resumiendo en pocas palabras toda la profundidad del
misterio de la cruz y a la vez la dimensión divina de la realidad de la
redención. Justamente esta redención es la revelación última y definitiva de la
santidad de Dios, que es la plenitud absoluta de la perfección: plenitud de la
justicia y del amor, ya que la justicia se funda sobre el amor, mana de él y
tiende hacia él. En la pasión y muerte de Cristo —en el hecho de que el Padre
no perdonó la vida a su Hijo, sino que lo « hizo pecado por nosotros »— se
expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa
de los pecados de la humanidad. Esto es incluso una « sobreabundancia » de la
justicia, ya que los pecados del hombre son « compensados » por el sacrificio
del Hombre-Dios. Sin embargo, tal justicia, que es propiamente justicia « a
medida » de Dios, nace toda ella del amor: del amor del Padre y del Hijo, y
fructifica toda ella en el amor. Precisamente por esto la justicia divina,
revelada en la cruz de Cristo, es « a medida » de Dios, porque nace del amor y
se completa en el amor, generando frutos de salvación. La dimensión divina
de la redención no se actúa solamente haciendo justicia del pecado, sino
restituyendo al amor su fuerza creadora en el interior del hombre, gracias a la
cual él tiene acceso de nuevo a la plenitud de vida y de santidad, que viene de
Dios. De este modo la redención comporta la revelación de la misericordia en su
plenitud (7)
8. Amor mas
fuerte que la muerte mas fuerte que el pecado
La cruz es
la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre y todo lo que el
hombre —de modo especial en los momentos difíciles y dolorosos— llama su
infeliz destino. La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más
dolorosas de la existencia terrena del hombre, es el cumplimiento, hasta el
final, del programa mesiánico que Cristo formuló una vez en la sinagoga de
Nazaret y repitió más tarde ante los
enviados de Juan Bautista. Según las palabras ya escritas en la profecía de
Isaías, tal programa consistía en la revelación del amor misericordioso a los
pobres, los que sufren, los prisioneros, los ciegos, los oprimidos y los
pecadores.
La cruz
permanecerá como ese « lugar », al que aún podrían referirse otras palabras del
Apocalipsis de Juan: « Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi
voz y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo ». De manera
particular Dios revela asimismo su misericordia, cuando invita al hombre a
la « misericordia » hacia su Hijo, hacia el Crucificado. (8)
9. La
Madre de la Misericordia
Además María
es la que de manera singular y excepcional ha experimentado —como nadie— la
misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible con el
sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la
misericordia divina. Tal sacrificio está estrechamente vinculado con la cruz de
su Hijo, a cuyos pies ella se encontraría en el Calvario. Este sacrificio suyo
es una participación singular en la revelación de la misericordia, es decir, en
la absoluta fidelidad de Dios al propio amor, a la alianza querida por El desde
la eternidad y concluida en el tiempo con el hombre, con el pueblo, con la
humanidad; es la participación en la revelación definitivamente cumplida a
través de la cruz. Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado el
misterio de la cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina
con el amor: el « beso » dado por la misericordia a la justicia. Nadie como
ella, María, ha acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión
verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante
la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con
su « fiat » definitivo. (9)
VI. « MISERICORDIA... DE GENERACIÓN EN GENERACIÓN »
10.
Imagen de nuestra generación
Tenemos
pleno derecho a creer que también nuestra generación está comprendida en las
palabras de la Madre de Dios, cuando glorificaba la misericordia, de la que «
de generación en generación » son partícipes cuantos se dejan guiar por el
temor de Dios. Las palabras del Magnificat mariano tienen un contenido
profético, que afecta no sólo al pasado de Israel, sino también al futuro del
Pueblo de Dios sobre la tierra. Somos en efecto todos nosotros, los que
vivimos hoy en la tierra, la generación que es consciente del
aproximarse del tercer milenio y que siente profundamente el cambio que
se está verificando en la historia.(10)
11.
Fuentes de inquietud
El hombre
tiene precisamente miedo de ser víctima de una opresión que lo prive de la
libertad interior, de la posibilidad de manifestar exteriormente la verdad de
la que está convencido, de la fe que profesa, de la facultad de obedecer a la
voz de la conciencia que le indica la recta vía a seguir. Los medios técnicos a
disposición de la civilización actual, ocultan, en efecto, no sólo la
posibilidad de una auto-destrucción por vía de un conflicto militar, sino
también la posibilidad de una subyugación « pacífica » de los
individuos, de los ambientes de vida, de sociedades enteras y de
naciones, que por cualquier motivo pueden resultar incómodos a quienes disponen
de medios suficientes y están dispuestos a servirse de ellos sin escrúpulos. (11)
12. ¿Basta
la justicia ?
No raras
veces los programas que parten de la idea de justicia y que deben servir
a ponerla en práctica en la convivencia de los hombres, de los grupos y de las
sociedades humanas, en la práctica sufren deformaciones. Por más que
sucesivamente recurran a la misma idea de justicia, sin embargo la experiencia
demuestra que otras fuerzas negativas, como son el rencor, el odio e incluso la
crueldad han tomado la delantera a la justicia. En tal caso el ansia de
aniquilar al enemigo, de limitar su libertad y hasta de imponerle una
dependencia total, se convierte en el motivo fundamental de la acción; esto
contrasta con la esencia de la justicia, la cual tiende por naturaleza a
establecer la igualdad y la equiparación entre las partes en conflicto.
En nombre de
una presunta justicia (histórica o de clase, por ejemplo), tal vez se aniquila
al prójimo, se le mata, se le priva de la libertad, se le despoja de los
elementales derechos humanos. La experiencia del pasado y de nuestros tiempos
demuestra que la justicia por si sola no es suficiente y que, más aún, puede
conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a
esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus
diversas dimensiones. Ha sido ni más ni menos la experiencia histórica la que
entre otras cosas ha llevado a formular esta aserción: summum ius, summa
iniuria. Tal afirmación no disminuye el valor de la justicia ni atenúa el
significado del orden instaurado sobre ella; indica solamente, en otro aspecto,
la necesidad de recurrir a las fuerzas del espíritu, más profundas aún, que
condicionan el orden mismo de la justicia.
Por otra
parte, debemos preocuparnos también por el ocaso de tantos valores
fundamentales que constituyen un bien indiscutible no sólo de la moral
cristiana, sino simplemente de la moral humana, de la cultura moral, como
el respeto a la vida humana desde el momento de la concepción, el respeto al
matrimonio en su unidad indisoluble, el respeto a la estabilidad de la familia.
El permisivismo moral afecta sobre todo a este ámbito más sensible de la vida y
de la convivencia humana. A él van unidas la crisis de la verdad en las
relaciones interhumanas, la falta de responsabilidad al hablar, la relación
meramente utilitaria del hombre con el hombre, la disminución del sentido del
auténtico bien común y la facilidad con que éste es enajenado. Finalmente,
existe la desacralización que a veces se transforma en « deshumanización »: el
hombre y la sociedad para quienes nada es « sacro » van decayendo moralmente, a
pesar de las apariencias. (12)
VII. LA MISERICORDIA DE DIOS EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA
14. La
Iglesia trata de practicar la misericordia
El amor
misericordioso, en las relaciones recíprocas entre los hombres, no es nunca un
acto o un proceso unilateral. Incluso en los casos en que todo parecería
indicar que sólo una parte es la que da y ofrece, mientras la otra sólo recibe
y toma (por ejemplo, en el caso del médico que cura, del maestro que enseña, de
los padres que mantienen y educan a los hijos, del benefactor que ayuda a los
menesterosos), sin embargo en realidad, también aquel que da, queda siempre
beneficiado. En todo caso, también éste puede encontrarse fácilmente en la
posición del que recibe, obtiene un beneficio, prueba el amor misericordioso, o
se encuentra en estado de ser objeto de misericordia.
Cristo crucificado, en este sentido, es
para nosotros el modelo, la inspiración y el impulso más grande. Basándonos en
este desconcertante modelo, podemos con toda humildad manifestar
misericordia a los demás, sabiendo que la recibe como demostrada a sí mismo.121
Sobre la base de este modelo, debemos purificar también continuamente todas
nuestras acciones y todas nuestras intenciones, allí donde la misericordia es
entendida y practicada de manera unilateral, como bien hecho a los demás. Sólo
entonces, en efecto, es realmente un acto de amor misericordioso: cuando,
practicándola, nos convencemos profundamente de que al mismo tiempo la
experimentamos por parte de quienes la aceptan de nosotros. Si falta esta
bilateralidad, esta reciprocidad, entonces nuestras acciones no son aún
auténticos actos de misericordia, ni se ha cumplido plenamente en nosotros la
conversión, cuyo camino nos ha sido manifestado por Cristo con la palabra y con
el ejemplo hasta la cruz, ni tampoco participamos completamente en la
magnífica fuente del amor misericordioso que nos ha sido revelada por El.
La
misericordia auténticamente
cristiana es también, en cierto sentido, la más perfecta encarnación de
la « igualdad » entre los hombres y por consiguiente también la encarnación más
perfecta de la justicia, en cuanto también ésta, dentro de su ámbito,
mira al mismo resultado. La igualdad introducida mediante la justicia se
limita, sin embargo al ámbito de los bienes objetivos y extrínsecos, mientras
el amor y la misericordia logran que los hombres se encuentren entre sí en ese
valor que es el mismo hombre, con la dignidad que le es propia. Al mismo
tiempo, la « igualdad » de los hombres mediante el amor « paciente y benigno » 122 no
borra las diferencias: el que da se hace más generoso, cuando se siente
contemporáneamente gratificado por el que recibe su don; viceversa, el que sabe
recibir el don con la conciencia de que también él, acogiéndolo, hace el bien,
sirve por su parte a la gran causa de la dignidad de la persona y esto
contribuye a unir a los hombres entre si de manera más profunda.
El mundo de
los hombres puede hacerse « cada vez más humano », solamente si en todas las
relaciones recíprocas que plasman su rostro moral introducimos el momento del
perdón, tan esencial al evangelio. El perdón atestigua que en el mundo está
presente el amor más fuerte que el pecado. El perdón es además la
condición fundamental de la reconciliación, no sólo en la relación de Dios con
el nombre, sino también en las recíprocas relaciones entre los hombres. Un
mundo, del que se eliminase el perdón, sería solamente un mundo de justicia
fría e irrespetuosa, en nombre de la cual cada uno reivindicaría sus propios
derechos respecto a los demás; así los egoísmos de distintos géneros,
adormecidos en el hombre, podrían transformar la vida y la convivencia humana
en un sistema de opresión de los más débiles por parte de los más fuertes o en
una arena de lucha permanente de los unos contra los otros.
Es obvio que
una exigencia tan grande de perdonar no anula las objetivas exigencias
de la justicia. La justicia rectamente entendida constituye por así decirlo
la finalidad del perdón. En ningún paso del mensaje evangélico el perdón, y ni
siquiera la misericordia como su fuente, significan indulgencia para con el
mal, para con el escándalo, la injuria, el ultraje cometido. En todo caso, la
reparación del mal o del escándalo, el resarcimiento por la injuria, la
satisfacción del ultraje son condición del perdón. (14)
VIII. ORACIÓN DE LA IGLESIA DE NUESTROS TIEMPOS
15. La
Iglesia recurre a la misericordia divina
En ningún
momento y en ningún período histórico —especialmente en una época tan crítica
como la nuestra—la Iglesia puede olvidar la oración que es un grito a la
misericordia de Dios ante las múltiples formas de mal que pesan sobre la
humanidad y la amenazan. Precisamente éste es el fundamental derecho-deber de
la Iglesia en Jesucristo: es el derecho-deber de la Iglesia para con Dios y
para con los hombres.
Elevemos
nuestras súplicas, guiados por la fe, la esperanza, la caridad que
Cristo ha injertado en nuestros corazones. Esta actitud es asimismo amor hacia
Dios, a quien a veces el hombre contemporáneo ha alejado de sí ha hecho ajeno a
sí, proclamando de diversas maneras que es algo « superfluo ». Esto es pues amor
a Dios, cuya ofensa-rechazo por parte del hombre contemporáneo sentimos
profundamente, dispuestos a gritar con Cristo en la cruz: « Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen ».137 Esto
es al mismo tiempo amor a los hombres, a todos los hombres sin excepción
y división alguna: sin diferencias de raza, cultura, lengua, concepción del
mundo, sin distinción entre amigos y enemigos. Esto es amor a los hombres que
desea todo bien verdadero a cada uno y a toda la comunidad humana, a toda familia,
nación, grupo social; a los jóvenes, los adultos, los padres, los ancianos, los
enfermos: es amor a todos, sin excepción. Esto es amor, es decir, solicitud
apremiante para garantizar a cada uno todo bien auténtico y alejar y conjurar
el mal. (15)