CARTA ENCÍCLICA
VERITATIS SPLENDOR
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A TODOS LOS OBISPOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
FUNDAMENTALES
DE LA ENSEÑANZA MORAL
DE LA IGLESIA
VERITATIS SPLENDOR
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A TODOS LOS OBISPOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
FUNDAMENTALES
DE LA ENSEÑANZA MORAL
DE LA IGLESIA
CAPITULO I
"MAESTRO, ¿QUÉ HE DE HACER DE BUENO .....?" (Mt 19,16)
"MAESTRO, ¿QUÉ HE DE HACER DE BUENO .....?" (Mt 19,16)
Cristo y la respuesta a la pregunta moral
«Se le acercó uno...» (Mt 19, 16)
Para que los hombres puedan realizar este «encuentro» con Cristo, Dios ha
querido su Iglesia. En efecto, ella «desea servir solamente para este fin: que todo hombre
pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda recorrer con cada uno el
camino de la vida» (7)
«Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la
vida eterna?» (Mt 19, 16)
Es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para
obtener de él la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo (…) Fuente y culmen de la economía de la
salvación, Alfa y Omega de la historia humana (cf. Ap 1, 8;
21, 6; 22, 13), Cristo revela la condición del hombre y su vocación integral. (8)
«Uno solo es el Bueno» (Mt 19, 17)
Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque él es el
Bien. En efecto, interrogarse sobre el bien significa, en último término,
dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad. (9)
Dios se hace conocer y reconocer como el único que es «Bueno»; como aquel
que, a pesar del pecado del hombre, continúa siendo el modelo del
obrar moral, según su misma llamada: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro
Dios, soy santo» (Lv 19, 2); como Aquel que, fiel a su amor por el
hombre, le da su Ley (cf. Ex 19, 9-24; 20, 18-21) para
restablecer la armonía originaria con el Creador y todo lo creado, y aún más,
para introducirlo en su amor: «Caminaré en medio de vosotros, y seré vuestro
Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lv 26, 12). La vida moral se
presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el
amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta de amor. (10)
La afirmación de que «uno solo es el Bueno» nos remite así a la «primera
tabla» de los mandamientos, que exige reconocer a Dios como Señor único y
absoluto, y a darle culto solamente a él porque es infinitamente santo
(cf. Ex 20, 2-11). El bien es pertenecer a Dios,
obedecerle, caminar humildemente con él practicando la justicia y
amando la piedad (cf. Mi 6, 8).Reconocer al Señor como Dios
es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al
que se ordenan los preceptos particulares. Mediante la moral de los
mandamientos se manifiesta la pertenencia del pueblo de Israel al Señor, porque
sólo Dios es aquel que es «Bueno». Éste es el testimonio de la sagrada
Escritura, cuyas páginas están penetradas por la viva percepción de la absoluta
santidad de Dios: «Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos» (Is 6,
3).
Pero si Dios es el Bien, ningún esfuerzo humano, ni siquiera la observancia
más rigurosa de los mandamientos, logra cumplir la Ley, es
decir, reconocer al Señor como Dios y tributarle la adoración que a él solo es
debida (cf. Mt 4, 10). El «cumplimiento» puede
lograrse sólo como un don de Dios: es el ofrecimiento de una participación
en la bondad divina que se revela y se comunica en Jesús, aquel a quien el
joven rico llama con las palabras «Maestro bueno» (Mc 10, 17; Lc 18,
18). Lo que quizás en ese momento el joven logra solamente intuir será plenamente
revelado al final por Jesús mismo con la invitación «ven, y sígueme» (Mt 19,
21). (11)
«Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos» (Mt 19, 17)
No nos pueden pasar desapercibidos los mandamientos de la Ley que el Señor
recuerda al joven: son determinados preceptos que pertenecen a la llamada
«segunda tabla» del Decálogo, cuyo compendio (cf. Rm 13, 8-10)
y fundamento es el mandamiento del amor al prójimo: «Ama a tu
prójimo como a ti mismo» (Mt 19, 19; cf. Mc 12,
31). En este precepto se expresa precisamente la singular dignidad de
la persona humana, la cual es la «única criatura en la tierra a la que
Dios ha amado por sí misma»
Los mandamientos, recordados por Jesús a su joven interlocutor, están
destinados a tutelar el bien de la persona humana, imagen de
Dios, a través de la tutela de sus bienes particulares. El «no
matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio»,
son normas morales formuladas en términos de prohibición. Los preceptos
negativos expresan con singular fuerza la exigencia indeclinable de proteger la
vida humana, la comunión de las personas en el matrimonio, la propiedad
privada, la veracidad y la buena fama. (13)
Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios —en particular, el mandamiento del amor al
prójimo—, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el
amor al prójimo brota de un corazón que ama y que,
precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias. Jesús
muestra que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que
no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y
espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor (15)
«Si quieres ser perfecto» (Mt 19, 21)
Jesús, en su última respuesta, se refiere a esa conciencia de que aún falta
algo: comprendiendo la nostalgia de una plenitud que supere la
interpretación legalista de los mandamientos, el Maestro bueno invita
al joven a emprender el camino de la perfección: «Si quieres
ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un
tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21). (16)
La afirmación manifestada por el joven de haber respetado todas las
exigencias morales de los mandamientos constituye el terreno indispensable
sobre el que puede brotar y madurar el deseo de la perfección, es decir, la
realización de su significado mediante el seguimiento de Cristo. El coloquio de
Jesús con el joven nos ayuda a comprender las condiciones para el
crecimiento moral del hombre llamado a la perfección: el joven, que ha
observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el paso siguiente
sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una libertad madura («si
quieres») y el don divino de la gracia («ven, y sígueme»).
La perfección exige aquella madurez en el darse a sí mismo, a que está
llamada la libertad del hombre. Jesús indica al joven los mandamientos como la primera condición
irrenunciable para conseguir la vida eterna; el abandono de todo lo que el
joven posee y el seguimiento del Señor asumen, en cambio, el carácter de una
propuesta: «Si quieres...». La palabra de Jesús manifiesta la dinámica
particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez y, al mismo
tiempo, atestigua la relación fundamental de la libertad con la ley
divina. (17)
«Ven, y sígueme» (Mt 19, 21)
Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral
cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia
la tierra prometida (cf. Ex 13, 21), así el discípulo debe
seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6,
44).
No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un
mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona
misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su
obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús,
siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a aquél que es la Sabiduría
encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (cf. Jn 6,
45). En efecto, Jesús es la luz del mundo, la luz de la vida (cf. Jn 8,
12); es el pastor que guía y alimenta a las ovejas (cf. Jn 10,
11-16), es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), es
aquel que lleva hacia el Padre, de tal manera que verle a él, al Hijo, es ver
al Padre (cf. Jn 14, 6-10). Por eso, imitar al Hijo, «imagen
de Dios invisible» (Col 1, 15), significa imitar al Padre. (19)
Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un amor que
se da totalmente a los hermanos por amor de Dios: «Éste es el mandamiento mío: que os
améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Este
«como» exige la imitación de Jesús, la imitación de
su amor, cuyo signo es el lavatorio de los pies (…) y, de modo particular, el
acto supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la revelación viva de su
amor al Padre y a los hombres. Éste es el amor que Jesús pide que imiten
cuantos le siguen. Es el mandamiento «nuevo»: «Os doy un
mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo
os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto
conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los
otros» (Jn 13, 34-35). (20)
«Para Dios todo es posible» (Mt 19, 26)
El amor y la vida según el Evangelio no pueden proponerse ante todo bajo la
categoría de precepto, porque lo que exigen supera las fuerzas del hombre. Sólo
son posibles como fruto de un don de Dios, que sana, cura y transforma el
corazón del hombre por medio de su gracia. (23)
La conciencia de haber recibido el don, de poseer en Jesucristo el amor de
Dios, genera y sostiene la respuesta responsable de un amor pleno
hacia Dios y entre los hermanos, como recuerda con insistencia el apóstol san
Juan en su primera carta: «Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es
de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no
ha conocido a Dios, porque Dios es Amor... Queridos, si Dios nos amó de esta
manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros... Nosotros amemos,
porque él nos amó primero» (1 Jn 4, 7-8. 11. 19).
Esta relación inseparable entre la gracia del Señor y la libertad del hombre,
entre el don y la tarea, ha sido expresada en términos sencillos y profundos
por san Agustín, que oraba de esta manera: «Da quod iubes et iube quod
vis» (Da lo que mandas y manda lo que quieras) (24)
«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)
Las
prescripciones morales, impartidas por Dios en la antigua alianza y
perfeccionadas en la nueva y eterna en la persona misma del Hijo de Dios hecho hombre, deben
ser custodiadas fielmente y actualizadas permanentemente en
las diferentes culturas a lo largo de la historia. (25)
Encargados de predicar el Evangelio, los Apóstoles, en virtud de su
responsabilidad pastoral, vigilaron, desde los orígenes de la
Iglesia, sobre la recta conducta de los cristianos 35, a
la vez que vigilaron sobre la pureza de la fe y la transmisión de los dones
divinos mediante los sacramentos 36. Los
primeros cristianos, provenientes tanto del pueblo judío como de la gentilidad,
se diferenciaban de los paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino también
por el testimonio de su conducta moral, inspirada en la Ley nueva37. En
efecto, la Iglesia es a la vez comunión de fe y de vida; su norma es «la fe que
actúa por la caridad» (Ga 5, 6).
Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la
vida: la unidad de la Iglesia es herida no sólo por los cristianos que
rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquellos que desconocen
las obligaciones morales a las que los llama el Evangelio (cf. 1
Co 5, 9-13). (26)
El mismo Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de los
mandamientos y de las enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados
santamente, expuestos fielmente y aplicados correctamente en el correr de los
tiempos y las circunstancias. (27)
CAPITULO II
"NO OS CONFORMÉIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO" (Rom 12,2)
"NO OS CONFORMÉIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO" (Rom 12,2)
La Iglesia y el discernimiento de algunas
tendencias de la teología moral actual
Enseñar lo que es conforme a la sana doctrina (cf. Tt 2, 1)
Al dirigirme con esta encíclica a vosotros, hermanos en el episcopado,
deseo enunciar los principios necesarios para el discernimiento de lo
que es contrario a la «doctrina sana», recordando aquellos elementos
de la enseñanza moral de la Iglesia que hoy parecen particularmente expuestos
al error, a la ambigüedad o al olvido. Por otra parte, son elementos de los
cuales depende la «respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana
que, hoy como ayer, conmueven íntimamente los corazones: ¿Qué es el hombre?,
¿cuál es el sentido y el fin de nuestra vida?, ¿qué es el bien y qué el
pecado?, ¿cuál es el origen y el fin del dolor?, ¿cuál es el camino para
conseguir la verdadera felicidad?, ¿qué es la muerte, el juicio y la
retribución después de la muerte?, ¿cuál es, finalmente, ese misterio último e
inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos
dirigimos?»
Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana,
sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se buscarán una multitud de
maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se
volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta
los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la
perfección tu ministerio» (2 Tm, 4, 1-5; cf. Tt 1,
10.13-14). (30)
«Conoceréis la verdad y la verdad os hará
libres» (Jn 8, 32)
En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar
la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la
fuente de los valores. (…) Al presupuesto de que se debe seguir la
propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral
es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este
modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio
de sinceridad, de autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se
ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral.
Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón
humana puede conocer (…) se está orientado a conceder a la conciencia del
individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y
del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide con una ética
individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de
la verdad de los demás. El individualismo, llevado a sus extremas
consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana.
(32)
Paralelamente a la exaltación de la libertad, y paradójicamente en contraste con
ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad.(33)
«La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre.
Pues quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propia decisión"
(cf. Si 15, 14), de modo que busque sin coacciones a su
Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena y feliz perfección».
Si existe el derecho de ser respetados
en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación
moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y de seguirla una vez conocida.
En este sentido el cardenal J. H. Newman, gran defensor de los derechos de la
conciencia, afirmaba con decisión: «La conciencia tiene unos derechos porque
tiene unos deberes» (34)
I. La libertad y la ley
«Del árbol de la ciencia del bien y del mal no
comerás» (Gn 2, 17)
Algunas tendencias culturales contemporáneas abogan por determinadas orientaciones
éticas, que tienen como centro de su pensamiento un pretendido
conflicto entre la libertad y la ley. Son las doctrinas que atribuyen
a cada individuo o a los grupos sociales la facultad de decidir sobre
el bien y el mal: la libertad humana podría «crear los valores» y
gozaría de una primacía sobre la verdad, hasta el punto de que la verdad misma
sería considerada una creación de la libertad; la cual reivindicaría tal grado
de autonomía moral que prácticamente significaría su soberanía
absoluta. (35)
Algunos, sin embargo, olvidando que la razón humana depende de la Sabiduría
divina y que, en el estado actual de naturaleza caída, existe la necesidad y la
realidad efectiva de la divina Revelación para el conocimiento de verdades morales
incluso de orden natural, han llegado a teorizar una completa autonomía
de la razón en el ámbito de las normas morales relativas al recto
ordenamiento de la vida en este mundo. (36)
Queriendo, no obstante, mantener la vida moral en un contexto cristiano, ha
sido introducida por algunos teólogos moralistas una clara distinción,
contraria a la doctrina católica 63,
entre un orden ético —que tendría origen humano y valor
solamente mundano—, y un orden de la salvación, para el cual
tendrían importancia sólo algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios
y el prójimo. En consecuencia, se ha llegado hasta el punto de negar la
existencia, en la divina Revelación, de un contenido moral específico y
determinado, universalmente válido y permanente: la Palabra de Dios se
limitaría a proponer una exhortación, una parénesis genérica, que luego sólo la
razón autónoma tendría el cometido de llenar de determinaciones normativas
verdaderamente «objetivas», es decir, adecuadas a la situación histórica
concreta. Naturalmente una autonomía concebida así comporta también la negación
de una competencia doctrinal específica por parte de la Iglesia y de su
magisterio sobre normas morales determinadas relativas al llamado «bien humano».
Éstas no pertenecerían al contenido propio de la Revelación y no serían en sí
mismas importantes en orden a la salvación. (37)
Dios quiso dejar al hombre «en manos de su propio
albedrío» (Si 15, 14)
«Quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propio albedrío", de
modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue
libremente a la plena y feliz perfección». Estas palabras indican la
maravillosa profundidad de la participación en la soberanía
divina, a la que el hombre ha sido llamado; indican que la soberanía
del hombre se extiende, en cierto modo, sobre el hombre mismo. (38)
No sólo el mundo, sino también el hombre mismo ha sido confiado a
su propio cuidado y responsabilidad. Dios lo ha dejado «en manos de su
propio albedrío» (Si 15, 14), para que busque a su creador y alcance
libremente la perfección. Alcanzar significa edificar
personalmente en sí mismo esta perfección. En efecto, igual que
gobernando el mundo el hombre lo configura según su inteligencia y voluntad,
así realizando actos moralmente buenos, el hombre confirma, desarrolla y
consolida en sí mismo la semejanza con Dios. (39)
La vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona,
origen y causa de sus actos deliberados. Por otro lado, la razón encuentra su
verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma
sabiduría divina (…) La justa autonomía de la razón práctica significa que el
hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador. Sin
embargo, la autonomía de la razón no puede significar la
creación, por parte de la misma razón, de los valores y de las
normas morales (40)
La obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía, como
si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta,
externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad.
Al prohibir al hombre que coma «del árbol de la ciencia del bien y del
mal», Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este «conocimiento»,
sino que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la
revelación divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la
sabiduría eterna. (41)
Dichoso el hombre que se complace en la ley del
Señor (cf. Sal 1, 1-2)
La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección
consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no
bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El
hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las
pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con
eficacia y habilidad los medios adecuados para ello (42)
Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que
no son personas: no desde fuera, mediante las leyes inmutables
de la naturaleza física, sino desde dentro, mediante la razón
que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo
capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación 81. De
esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por
medio del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable y responsable,
dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de las personas
humanas. (43)
«Como quienes muestran tener la realidad de esa ley
escrita en su corazón» (Rm 2, 15)
Conviene mirar con atención la recta relación que hay entre libertad y
naturaleza humana, y, en concreto, el lugar que tiene el cuerpo humano
en las cuestiones de la ley natural.
La persona —incluido el cuerpo— está confiada enteramente a sí misma, y es
en la unidad de alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios actos
morales. La persona, mediante la luz de la razón y la ayuda de la virtud, descubre
en su cuerpo los signos precursores, la expresión y la promesa del don de sí
misma, según el sabio designio del Creador. Es a la luz de la dignidad de la
persona humana —que debe afirmarse por sí misma— como la razón descubre el
valor moral específico de algunos bienes a los que la persona se siente
naturalmente inclinada. (48)
Una doctrina que separe el acto moral de las dimensiones corpóreas de su
ejercicio es contraria a las enseñanzas de la sagrada Escritura y de la
Tradición. (…) Esta reducción ignora el significado moral del cuerpo y de sus
comportamientos (cf. 1 Co 6, 19). El apóstol Pablo declara
excluidos del reino de los cielos a los «impuros, idólatras, adúlteros,
afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos, ultrajadores y rapaces»
(cf. 1 Co 6, 9-10). Esta condena —citada por el concilio de
Trento 88—
enumera como pecados mortales, o prácticas infames, algunos
comportamientos específicos cuya voluntaria aceptación impide a los creyentes
tener parte en la herencia prometida. En efecto, cuerpo y alma son
inseparables: en la persona, en el agente voluntario y en el acto
deliberado, están o se pierden juntos. (49)
«Pero al principio no fue así» (Mt 19, 8)
Nuestros actos, al someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión
de las personas y, con la gracia de Dios, ejercen la caridad, «que es el
vínculo de la perfección» (Col 3, 14). En cambio, cuando nuestros
actos desconocen o ignoran la ley, de manera imputable o no, perjudican la
comunión de las personas, causando daño. (51)
Por otra parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos
obliguen siempre y en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral,
las prohibiciones sean más importantes que el compromiso de hacer el bien, como
indican los mandamientos positivos. (…) Siempre es posible que al hombre,
debido a presiones u otras circunstancias, le sea imposible realizar
determinadas acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga
determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el
mal. (52)
El progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo
que las transciende. Este algo es precisamente la naturaleza
del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y
es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus
culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la
verdad profunda de su ser. (…) en todos los cambios subsisten muchas cosas que
no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es el mismo ayer,
hoy y por los siglos». Él es el Principio que, habiendo
asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus elementos
constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y el prójimo (53)
II. Conciencia y verdad
El sagrario del hombre
Algunos autores, queriendo poner de relieve el carácter creativo de
la conciencia, ya no llaman a sus actos con el nombre de juicios, sino
con el de decisiones. Sólo tomando autónomamente estas
decisiones el hombre podría alcanzar su madurez moral. No falta quien piensa
que este proceso de maduración sería obstaculizado por la postura demasiado
categórica que, en muchas cuestiones morales, asume el Magisterio de la
Iglesia, cuyas intervenciones originarían, entre los fieles, la aparición de
inútiles conflictos de conciencia. (55)
Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una especie de doble
estatuto de la verdad moral. Además del nivel doctrinal y abstracto, sería
necesario reconocer la originalidad de una cierta consideración existencial más
concreta. Ésta, teniendo en cuenta las circunstancias y la situación, podría
establecer legítimamente unas excepciones a la regla general y
permitir así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está
calificado por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura
en algunos casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del
precepto válido en general y la norma de la conciencia individual, que
decidiría de hecho, en última instancia, sobre el bien y el mal.
Con estos planteamientos se pone en discusión la identidad misma de
la conciencia moral ante la libertad del hombre y ante la ley de Dios.
Sólo la clarificación hecha anteriormente sobre la relación entre libertad y
ley basada en la verdad hace posible el discernimiento sobre
esta interpretación creativa de la conciencia. (56)
El juicio de la conciencia
Según las palabras de san Pablo, la conciencia, en cierto modo, pone al
hombre ante la ley, siendo ella misma «testigo» para el hombre: testigo
de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad
moral. (…) Y, a su vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la voz de
la conciencia. (57)
Nunca se valorará adecuadamente la importancia de este íntimo diálogo
del hombre consigo mismo. Pero, en realidad, éste es el diálogo
del hombre con Dios, autor de la ley, primer modelo y fin último del
hombre. (58)
El juicio de la conciencia no establece la ley, sino que afirma la
autoridad de la ley natural y de la razón práctica con relación al bien
supremo, cuyo atractivo acepta y cuyos mandamientos acoge la persona humana:
«La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo
que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un
principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la
congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se
basa el comportamiento humano» (60)
La verdad sobre el bien moral, manifestada en la ley de la razón, es
reconocida práctica y concretamente por el juicio de la conciencia, el cual
lleva a asumir la responsabilidad del bien realizado y del mal cometido; si el
hombre comete el mal, el justo juicio de su conciencia es en él testigo de la
verdad universal del bien, así como de la malicia de su decisión particular.
Pero el veredicto de la conciencia queda en el hombre incluso como un signo de
esperanza y de misericordia. Mientras demuestra el mal cometido, recuerda
también el perdón que se ha de pedir, el bien que hay que practicar y las
virtudes que se han de cultivar siempre, con la gracia de Dios.
Así, en el juicio práctico de la conciencia, que impone a
la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta
el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por esto la
conciencia se expresa con actos de juicio, que reflejan la
verdad sobre el bien, y no como decisiones arbitrarias. (61)
Buscar la verdad y el bien
Ella no es un juez infalible: puede errar. No obstante, el
error de la conciencia puede ser el fruto de una ignorancia
invencible, es decir, de una ignorancia de la que el sujeto no es
consciente y de la que no puede salir por sí mismo.
En el caso de que tal ignorancia invencible no sea culpable —nos recuerda
el Concilio— la conciencia no pierde su dignidad porque ella, aunque de hecho
nos orienta en modo no conforme al orden moral objetivo, no cesa de hablar en
nombre de la verdad sobre el bien, que el sujeto está llamado a buscar
sinceramente. (62)
El mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de
juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero
tampoco en este caso aquél deja de ser un mal, un desorden con relación a la
verdad sobre el bien.
La conciencia, como juicio último concreto, compromete su dignidad cuando
es errónea culpablemente, o sea «cuando el hombre no trata de
buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se hace
casi ciega como consecuencia de su hábito de pecado» (63)
Para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable,
lo perfecto» (Rm 12, 2), sí es necesario el conocimiento de la ley
de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una especie de «connaturalidad»
entre el hombre y el verdadero bien. Tal connaturalidad se fundamenta y se
desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo.
Los cristianos tienen —como afirma el Concilio— en la Iglesia y en
su Magisterio una gran ayuda para la formación de la conciencia: «Los
cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina
cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia
católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar
auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y
confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma
naturaleza humana». Por tanto, la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia
sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de
conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de la conciencia no es
nunca libertad con respecto a la verdad, sino siempre y
sólo en la verdad, sino también porque el Magisterio no
presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las
verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario
de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la
conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier
viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4,
14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con
seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a
mantenerse en ella.
III. La elección fundamental y los comportamientos concretos
«Sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la
carne» (Gál 5, 13)
La libertad no es sólo la elección por esta o aquella acción particular;
sino que es también, dentro de esa elección, decisión sobre sí y
disposición de la propia vida a favor o en contra del Bien, a favor o en contra
de la Verdad; en última instancia, a favor o en contra de Dios. Justamente se
subraya la importancia eminente de algunas decisiones que dan forma a
toda la vida moral de un hombre determinado, configurándose como el cauce en el
cual también podrán situarse y desarrollarse otras decisiones cotidianas
particulares.
Sin embargo, algunos autores proponen una revisión mucho más radical de
la relación entre persona y actos. (…) Según estos autores, la función
clave en la vida moral habría que atribuirla a una opción
fundamental, actuada por aquella libertad fundamental mediante la cual
la persona decide globalmente sobre sí misma, no a través de una elección
determinada y consciente a nivel reflejo, sino en forma transcendental y atemática.
De esta manera, se llega a introducir una distinción entre la
opción fundamental y las elecciones deliberadas de un comportamiento concreto. (65)
No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces
bíblicas, reconoce la específica importancia de una elección fundamental que
califica la vida moral y que compromete la libertad a nivel radical ante Dios.
Se trata de la elección de la fe, de la obediencia de
la fe (cf. Rm 16, 26), por la que «el hombre se
entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece "el homenaje total de su
entendimiento y voluntad"»
La llamada de Jesús «ven y sígueme» marca la máxima exaltación posible de
la libertad del hombre y, al mismo tiempo, atestigua la verdad y la obligación
de los actos de fe y de decisiones que se pueden calificar de opción
fundamental. (…) «Con tal de que no toméis de esa libertad pretexto para la
carne». En esta exhortación resuenan sus palabras precedentes: «Para ser libres
nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente
bajo el yugo de la esclavitud» (Ga 5, 1). El apóstol Pablo nos
invita a la vigilancia, pues la libertad sufre siempre la insidia de la
esclavitud. Tal es precisamente el caso de un acto de fe —en el sentido de una
opción fundamental— que es disociado de la elección de los actos particulares
según las corrientes anteriormente mencionadas. (66)
Mediante la elección fundamental, el hombre es capaz de orientar su vida y
—con la ayuda de la gracia— tender a su fin siguiendo la llamada divina. Pero
esta capacidad se ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos
determinados, mediante los cuales el hombre se conforma deliberadamente con la
voluntad, la sabiduría y la ley de Dios. Por tanto, se afirma que la
llamada opción fundamental, en la medida en que se diferencia de una intención
genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma vinculante
de la libertad, se actúa siempre mediante elecciones conscientes y
libres. Precisamente por esto, la opción fundamental es
revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de
sentido contrario, en materia moral grave.
En realidad, la moralidad de los actos humanos no se reivindica solamente
por la intención, por la orientación u opción fundamental, interpretada en el
sentido de una intención vacía de contenidos vinculantes bien precisos, o de
una intención a la que no corresponde un esfuerzo real en las diversas obligaciones
de la vida moral. (67)
Pecado mortal y venial
Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia
grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado
consentimiento».
Son bien conocidos los casos en los que un acto grave, por su materia, no
constituye un pecado mortal por razón del conocimiento no pleno o del
consentimiento no deliberado de quien lo comete. Por otra parte, «se deberá
evitar reducir el pecado mortal a un acto de "opción
fundamental" —como hoy se suele decir— contra Dios», concebido ya
sea como explícito y formal desprecio de Dios y del prójimo, ya sea como
implícito y no reflexivo rechazo del amor. «Se comete, en efecto, un pecado
mortal también cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo, elige, por el motivo
que sea, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya
incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la
humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la
caridad. La orientación fundamental puede, pues, ser
radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda pueden darse
situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen
en la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración de la
esfera psicológica no se puede pasar a la constitución de una categoría teológica,
como es concretamente la "opción fundamental" entendida de tal modo
que, en el plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción tradicional de
pecado mortal». (70)
IV. El acto moral
Teleología y teleologismo
«Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos,
sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se
traduce siempre en bien o en mal... Así pues, ser sujeto sometido a cambio es
nacer continuamente... Pero aquí el nacimiento no se produce por una
intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos... sino que es el
resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en
cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como
queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos» (71)
El obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad
están conformes con el verdadero bien del hombre y expresan
así la ordenación voluntaria de la persona hacia su fin último, es decir, Dios
mismo: el bien supremo en el cual el hombre encuentra su plena y perfecta
felicidad.
La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la
búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la razón, constituyen la
moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno
sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o
simplemente porque la intención del sujeto sea buena. El obrar es moralmente
bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin
último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano, tal y como es
reconocido en su verdad por la razón. (72)
El cristiano es creatura nueva, hijo de Dios, y mediante sus
actos manifiesta su conformidad o divergencia con la imagen del Hijo que es el
primogénito entre muchos hermanos
En este sentido, la vida moral posee un carácter «teleológico»
esencial (…)Pero esta ordenación al fin último no es una dimensión subjetivista
que dependa sólo de la intención. Aquélla presupone que tales actos sean en sí
mismos ordenables a este fin, en cuanto son conformes al auténtico bien moral
del hombre, tutelado por los mandamientos. Esto es lo que Jesús mismo recuerda
en la respuesta al joven: «Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos» (Mt 19, 17). (73)
Algunas teorías éticas, denominadas «teleológicas», dedican
especial atención a la conformidad de los actos humanos con los fines
perseguidos por el agente y con los valores que él percibe. (…) sería recto el
comportamiento capaz de maximalizar los bienes y minimizar los
males. (74)
Este «teleologismo», como método de reencuentro de la
norma moral, puede, entonces, ser llamado —según terminologías y aproches
tomados de diferentes corrientes de pensamiento— «consecuencialismo» o «proporcionalismo». El
primero pretende obtener los criterios de la rectitud de un obrar determinado
sólo del cálculo de las consecuencias que se prevé pueden derivarse de la
ejecución de una decisión. El segundo, ponderando entre sí los valores y los
bienes que persiguen, se centra más bien en la proporción reconocida entre los
efectos buenos o malos, en vista del bien mayor o del mal
menor, que sean efectivamente posibles en una situación determinada.
Las teorías éticas teleológicas (proporcionalismo,
consecuencialismo), aun reconociendo que los valores morales son señalados por la razón y la
revelación, no admiten que se pueda formular una prohibición absoluta (…) los
valores o bienes implicados en un acto humano, sería, desde un punto de
vista, de orden moral (con relación a valores propiamente
morales, como el amor de Dios, la benevolencia hacia el prójimo, la justicia,
etc) y, desde otro, de orden pre-moral, llamado también
no-moral, físico u óntico (con relación a las ventajas e inconvenientes
originados sea a aquel que actúa, sea a toda persona implicada antes o después,
como por ejemplo la salud o su lesión, la integridad física, la vida, la
muerte, la pérdida de bienes materiales, etc).
La moralidad del acto se juzgaría de modo diferenciado: su bondad moral,
sobre la base de la intención del sujeto, referida a los bienes morales; y su
rectitud, sobre la base de la consideración de los efectos o consecuencias
previsibles y de su proporción. Por consiguiente, los comportamientos concretos
serían calificados como rectos o equivocados, sin
que por esto sea posible valorar la voluntad de la persona que los elige como
moralmente buena o mala. (…) En esta perspectiva,
el consentimiento otorgado a ciertos comportamientos declarados ilícitos por la
moral tradicional no implicaría una malicia moral objetiva. (75)
El objeto del acto deliberado
Ciertamente hay que dar gran importancia ya sea a la intención —como Jesús
insiste con particular fuerza en abierta contraposición con los escribas y
fariseos, que prescribían minuciosamente ciertas obras externas sin atender al
corazón (cf. Mc 7, 20-21; Mt 15, 19)—, ya sea
a los bienes obtenidos y los males evitados como consecuencia de un acto
particular. Se trata de una exigencia de responsabilidad. Pero la consideración
de estas consecuencias —así como de las intenciones— no es suficiente para
valorar la calidad moral de una elección concreta. (…) Las consecuencias
previsibles pertenecen a aquellas circunstancias del acto que, aunque puedan
modificar la gravedad de una acción mala, no pueden cambiar, sin embargo, la
especie moral.
Por otra parte, cada uno conoce las dificultades o, mejor dicho, la
imposibilidad, de valorar todas las consecuencias y todos los efectos buenos o
malos —denominados pre-morales— de los propios actos: un cálculo racional
exhaustivo no es posible. Entonces, ¿qué hay que hacer para establecer unas
proporciones que dependen de una valoración, cuyos criterios permanecen
oscuros? ¿Cómo podría justificarse una obligación absoluta sobre cálculos tan
discutibles? (77)
Hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa. En
efecto, el objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente. (…)
El objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto
del querer de la persona que actúa.
La razón por la que no basta la buena intención, sino que es necesaria
también la recta elección de las obras, reside en el hecho de que el acto
humano depende de su objeto, o sea si éste es o no es «ordenable» a
Dios, al único que es «Bueno», y así realiza la perfección de la persona. (…)
El acto humano, bueno según su objeto, es «ordenable» también al
fin último. (…) Para que nuestras obras sean buenas y perfectas, es necesario
hacerlas con el fin puro de agradar a Dios». (78)
El «mal intrínseco»: no es lícito hacer el mal para
lograr el bien (cf. Rm 3, 8)
Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del acto humano que se
configuran como no-ordenables a Dios, porque contradicen
radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los actos que, en
la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente
malos («intrinsece malum»): lo son siempre y por sí mismos, es
decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien
actúa, y de las circunstancias.
Por esto, sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen
las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que
«existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las
circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto» (80)
CAPITULO III
"PARA NO DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 Cor 1,17)
"PARA NO DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 Cor 1,17)
El bien moral para la vida de la Iglesia y del mundo
«Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5, 1)
El bien de la persona consiste en estar en la verdad y
en realizar la verdad»
El hombre ya no está convencido de que sólo en la verdad puede encontrar la
salvación. La fuerza salvífica de la verdad es contestada y se confía sólo a la
libertad, desarraigada de toda objetividad, la tarea de decidir autónomamente
lo que es bueno y lo que es malo. Este relativismo se traduce, en el campo
teológico, en desconfianza en la sabiduría de Dios, que guía al hombre con la
ley moral. A lo que la ley moral prescribe se contraponen las llamadas
situaciones concretas, no considerando ya, en definitiva, que la ley de Dios
es siempre el único verdadero bien del hombre». (84)
En Jesús crucificado la Iglesia encuentra la
respuesta al interrogante que atormenta hoy a tantos hombres: cómo
puede la obediencia a las normas morales universales e inmutables respetar la
unicidad e irrepetibilidad de la persona y no atentar a su libertad y dignidad.
(…) Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo
vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a tomar
parte en su misma libertad.(85)
La reflexión racional y la experiencia cotidiana demuestran la debilidad
que marca la libertad del hombre. Es libertad real, pero contingente. (…) Es la
libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de acoger como
un germen y hacer madurar con responsabilidad. (…) La libertad se fundamenta,
pues, en la verdad del hombre y tiende a la comunión.
El hombre descubre que su libertad está inclinada misteriosamente a
traicionar esta apertura a la Verdad y al Bien, (…) descubre el origen de una
rebelión radical que lo lleva a rechazar la Verdad y el Bien para erigirse en
principio absoluto de sí mismo: «Seréis como dioses» (Gn 3,
5). La libertad, pues, necesita ser liberada. Cristo es su
libertador: «para ser libres nos libertó» él (Ga 5, 1). (86)
Dice Jesús ante Pilato: «Para esto he venido al mundo: para dar testimonio
de la verdad» (Jn 18, 37). Así los verdaderos adoradores de Dios
deben adorarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23).
Jesús manifiesta, además, con su misma vida y no sólo con palabras, que la
libertad se realiza en el amor, es decir, en el don de
uno mismo.
Caminar en la luz (cf. 1 Jn 1, 7)
La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro,
diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, camino, verdad
y vida (cf. Jn 14, 6). Implica un acto de confianza y abandono
en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cf. Ga 2, 20), o
sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos. (88)
El martirio, exaltación de la santidad inviolable de
la ley de Dios
La Iglesia propone el ejemplo de numerosos santos y santas, que
han testimoniado y defendido la verdad moral hasta el martirio o han prefirido
la muerte antes que cometer un solo pecado mortal. Elevándolos al honor de los
altares, la Iglesia ha canonizado su testimonio y ha declarado verdadero su
juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus
mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de
traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida. (91)
El martirio demuestra como ilusorio y falso todo significado
humano que se pretendiese atribuir, aunque fuera en condiciones excepcionales, a
un acto en sí mismo moralmente malo (92)
Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que
relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de
coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día,
incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las
múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede
exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la
gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud
de la fortaleza, que —como enseña san Gregorio Magno— le capacita a «amar las
dificultades de este mundo a la vista del premio eterno» (93)
Las normas morales universales e inmutables al
servicio de la persona y de la sociedad
La doctrina de la Iglesia, y en particular su firmeza en defender la
validez universal y permanente de los preceptos que prohíben los actos
intrínsecamente malos, es juzgada no pocas veces como signo de una
intransigencia intolerable, sobre todo en las situaciones enormemente complejas
y conflictivas de la vida moral del hombre y de la sociedad actual. Dicha
intransigencia estaría en contraste con la condición maternal de la Iglesia.
Ésta —se dice— no muestra comprensión y compasión. Pero, en realidad, la
maternidad de la Iglesia no puede separarse jamás de su misión docente, que
ella debe realizar siempre como esposa fiel de Cristo, que es la verdad en
persona: «Como Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral... De tal norma
la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el árbitro. En obediencia a la
verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza y en la dignidad
de la persona humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la propone a todos
los hombres de buena voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de
perfección» (95)
Más allá de las intenciones, a veces buenas, y de las circunstancias, a
menudo difíciles, las autoridades civiles y los individuos jamás están
autorizados a transgredir los derechos fundamentales e inalienables de la
persona humana. Por lo cual, sólo una moral que reconozca normas válidas
siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede garantizar el fundamento
ético de la convivencia social, tanto nacional como internacional. (97)
La moral y la renovación de la vida social y política
El totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si
no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su
plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice
relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación,
los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad
trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta
el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia
opinión, sin respetar los derechos de los demás... La raíz del totalitarismo
moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de
la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto,
sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, ni el
grupo, ni la clase social, ni la nación, ni el Estado. No puede hacerlo tampoco
la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría,
marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso intentando destruirla» (99)
Después de la caída, en muchos países, de las ideologías que condicionaban
la política a una concepción totalitaria del mundo —la primera entre ellas el
marxismo—, existe hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los
derechos fundamentales de la persona humana y a la absorción en la política de
la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es
el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que
quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral,
despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad. En efecto, «si
no existe una verdad última —que guíe y oriente la acción política—, entonces
las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente
para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en
un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (101)
Gracia y obediencia a la ley de Dios
La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser
difícil, muy difícil: sin embargo jamás es imposible. Ésta es una enseñanza
constante de la tradición de la Iglesia, expresada así por el concilio de
Trento: «Nadie puede considerarse desligado de la observancia de los
mandamientos, por muy justificado que esté; nadie puede apoyarse en aquel dicho
temerario y condenado por los Padres: que los mandamientos de Dios son
imposibles de cumplir por el hombre justificado. "Porque Dios no manda
cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que
puedas y pedir lo que no puedas" y te ayuda para que puedas. "Sus
mandamientos no son pesados" (1 Jn 5, 3), "su yugo es
suave y su carga ligera" (Mt 11, 30)» (102)
Sería un error gravísimo concluir... que la norma enseñada por la Iglesia
es en sí misma un "ideal" que ha de ser luego adaptado,
proporcionado, graduado a las —se dice— posibilidades concretas del hombre:
según un "equilibrio de los varios bienes en cuestión". Pero, ¿cuáles
son las "posibilidades concretas del hombre"? ¿Y de qué hombre
se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia, o
del redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de
la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto
significa que él nos ha dado la posibilidad de realizar toda la
verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de
la concupiscencia. Y si el hombre redimido sigue pecando, esto no se debe a la
imperfección del acto redentor de Cristo, sino a la voluntad del
hombre de substraerse a la gracia que brota de ese acto. El mandamiento de Dios
ciertamente está proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las
capacidades del hombre a quien se ha dado el Espíritu Santo; del hombre que,
aunque caído en el pecado, puede obtener siempre el perdón y gozar de la
presencia del Espíritu» (103)
Mientras es humano que el hombre, habiendo pecado, reconozca su debilidad y
pida misericordia por las propias culpas, en cambio es inaceptable la actitud
de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de
manera que se puede sentir justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de
recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante actitud corrompe la moralidad de
la sociedad entera, porque enseña a dudar de la objetividad de la ley moral en
general y a rechazar las prohibiciones morales absolutas sobre determinados
actos humanos, y termina por confundir todos los juicios de valor. (104)
Moral y nueva evangelización
Las tendencias subjetivistas, utilitaristas y relativistas, hoy ampliamente
difundidas, se presentan no simplemente como posiciones pragmáticas, como usanzas,
sino como concepciones consolidadas desde el punto de vista teórico, que
reivindican una plena legitimidad cultural y social. (106)
El servicio de los teólogos moralistas
La afirmación de los principios morales no es competencia de los métodos
empírico-formales. La teología moral, fiel al sentido sobrenatural de la fe,
sin rechazar la validez de tales métodos, —pero sin limitar tampoco a ellos su
perspectiva—, mira sobre todo a la dimensión espiritual del corazón
humano y su vocación al amor divino.
En efecto, mientras las ciencias humanas, como todas las ciencias
experimentales, parten de un concepto empírico y estadístico de «normalidad»,
la fe enseña que esta normalidad lleva consigo las huellas de una caída del
hombre desde su condición originaria, es decir, está afectada por el pecado.
Sólo la fe cristiana enseña al hombre el camino del retorno «al principio»
(cf. Mt 19, 8), un camino que con frecuencia es bien diverso
del de la normalidad empírica. (112)