domingo, 1 de enero de 2017

REDEMPTOR HOMINIS


CARTA ENCÍCLICA
REDEMPTOR HOMINIS
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II


Dios ha entrado en la historia de la humanidad y en cuanto hombre se ha convertido en sujeto suyo, uno de los millones y millones, y al mismo tiempo Único. A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado de manera definitiva. (1)

Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz, esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono. (7)

En Cristo y por Cristo, Dios se ha revelado plenamente a la humanidad y se ha acercado definitivamente a ella y, al mismo tiempo, en Cristo y por Cristo, el hombre ha conseguido plena conciencia de su dignidad, de su elevación, del valor transcendental de la propia humanidad, del sentido de su existencia...   ...Jesucristo es principio estable y centro permanente de la misión que Dios mismo ha confiado al hombre. En esta misión debemos participar todos, en ella debemos concentrar todas nuestras fuerzas, siendo ella necesaria más que nunca al hombre de nuestro tiempo. Y si tal misión parece encontrar en nuestra época oposiciones más grandes que en cualquier otro tiempo, tal circunstancia demuestra también que es en nuestra época aún más necesaria y —no obstante las oposiciones— es más esperada que nunca.  (11)

La actitud misionera comienza siempre con un sentimiento de profunda estima frente a lo que «en el hombre había», por lo que él mismo, en lo íntimo de su espíritu, ha elaborado respecto a los problemas más profundos e importantes; se trata de respeto por todo lo que en él ha obrado el Espíritu, que «sopla donde quiere»....   ...«Conoceréis la verdad y la verdad os librará». Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. (12)

Cristo Señor ha indicado estos caminos sobre todo cuando —como enseña el Concilio— «mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre». La Iglesia divisa por tanto su cometido fundamental en lograr que tal unión pueda actuarse y renovarse continuamente. La Iglesia desea servir a este único fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella....   ...El Concilio Vaticano II, en diversos pasajes de sus documentos, ha expresado esta solicitud fundamental de la Iglesia, a fin de que «la vida en el mundo (sea) más conforme a la eminente dignidad del hombre», en todos sus aspectos, para hacerla «cada vez más humana». Esta es la solicitud del mismo Cristo, el buen Pastor de todos los hombres. (13)


El hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social —en el ámbito de la propia familia, en el ámbito de la sociedad y de contextos tan diversos, en el ámbito de la propia nación, o pueblo (y posiblemente sólo aún del clan o tribu), en el ámbito de toda la humanidad— este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia...   ...A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente sin embargo ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraido por muchas solicitaciones, tiene que elegir y renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere hacer y deja de hacer lo que quería llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división que tantas y tan graves discordias provocan en la sociedad»...   ...«Cristo, muerto y resucitado por todos, da siempre al hombre» —a todo hombre y a todos los hombres— «... su luz y su fuerza para que pueda responder a su máxima vocación». (14)

El hombre parece, a veces, no percibir otros significados de su ambiente natural, sino solamente aquellos que sirven a los fines de un uso inmediato y consumo. En cambio era voluntad del Creador que el hombre se pusiera en contacto con la naturaleza como «dueño» y «custodio» inteligente y noble, y no como «explotador» y «destructor» sin ningún reparo.
El progreso de la técnica y el desarrollo de la civilización de nuestro tiempo, que está marcado por el dominio de la técnica, exigen un desarrollo proporcional de la moral y de la ética. Mientras tanto, éste último parece, por desgracia, haberse quedado atrás...   ...  ¿este progreso, cuyo autor y fautor es el hombre, hace la vida del hombre sobre la tierra, en todos sus aspectos, «más humana»?; ¿la hace más «digna del hombre»? ...si el hombre, en cuanto hombre, en el contexto de este progreso, se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a todos. (15)

El sentido esencial de esta «realeza» y de este «dominio» del hombre sobre el mundo visible, asignado a él como cometido por el mismo Creador, consiste en la prioridad de la ética sobre la técnica, en el primado de la persona sobre las cosas, en la superioridad del espíritu sobre la materia...   ...La tarea no es imposible. El principio de solidaridad, en sentido amplio, debe inspirar la búsqueda eficaz de instituciones y de mecanismos adecuados, tanto en el orden de los intercambios, donde hay que dejarse guiar por las leyes de una sana competición, como en el orden de una más amplia y más inmediata repartición de las riquezas y de los controles sobre las mismas, para que los pueblos en vías de desarrollo económico puedan no sólo colmar sus exigencias esenciales, sino también avanzar gradual y eficazmente... ...Para nosotros los cristianos esta responsabilidad se hace particularmente evidente, cuando recordamos —y debemos recordarlo siempre— la escena del juicio final, según las palabras de Cristo transmitidas en el evangelio de San Mateo.
Esta escena escatológica debe ser aplicada siempre a la historia del hombre, debe ser siempre «medida» de los actos humanos como un esquema esencial de un examen de conciencia para cada uno y para todos: «tuve hambre, y no me disteis de comer; ... estuve desnudo, y no me vestisteis; ... en la cárcel, y no me visitasteis». (16)

La Iglesia ha enseñado siempre el deber de actuar por el bien común y, al hacer esto, ha educado también buenos ciudadanos para cada Estado. Ella, además, ha enseñado siempre que el deber fundamental del poder es la solicitud por el bien común de la sociedad; de aquí derivan sus derechos fundamentales. Precisamente en nombre de estas premisas concernientes al orden ético objetivo, los derechos del poder no pueden ser entendidos de otro modo más que en base al respeto de los derechos objetivos e inviolables del hombre...   ...Entre estos derechos se incluye, y justamente, el derecho a la libertad religiosa junto al derecho de la libertad de conciencia... ...la limitación de la libertad religiosa de las personas o de las comunidades no es sólo una experiencia dolorosa, sino que ofende sobre todo a la dignidad misma del hombre, independientemente de la religión profesada o de la concepción que ellas tengan del mundo...   ...nos encontramos en este caso frente a una injusticia radical respecto a lo que es particularmente profundo en el hombre, respecto a lo que es auténticamente humano. De hecho, hasta el mismo fenómeno de la incredulidad, arreligiosidad y ateísmo, como fenómeno humano, se comprende solamente en relación con el fenómeno de la religión y de la fe. Es por tanto difícil, incluso desde un punto de vista «puramente humano», aceptar una postura según la cual sólo el ateísmo tiene derecho de ciudadanía en la vida pública y social, mientras los hombres creyentes, casi por principio, son apenas tolerados, o también tratados como ciudadanos de «categoría inferior», e incluso —cosa que ya ha ocurrido— son privados totalmente de los derechos de ciudadanía. (17)

La unión de Cristo con el hombre es la fuerza y la fuente de la fuerza, según la incisiva expresión de San Juan en el prólogo de su Evangelio: «Dios dioles poder de venir a ser hijos». Esta es la fuerza que transforma interiormente al hombre, como principio de una vida nueva que no se desvanece y no pasa, sino que dura hasta la vida eterna. Esta vida prometida y dada a cada hombre por el Padre en Jesucristo, Hijo eterno y unigénito, encarnado y nacido «al llegar la plenitud de los tiempos» de la Virgen María, es el final cumplimiento de la vocación del hombre. Es de algún modo cumplimiento de la «suerte» que desde la eternidad Dios le ha preparado. Esta «suerte divina» se hace camino, por encima de todos los enigmas, incógnitas, tortuosidades, curvas de la «suerte humana» en el mundo temporal...   ...«Nos has hecho, Señor, para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti». En esta inquietud creadora bate y pulsa lo que es más profundamente humano: la búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia.(18)

Así, a la luz de la sagrada doctrina del Concilio Vaticano II, la Iglesia se presenta ante nosotros como sujeto social de la responsabilidad de la verdad divina. Con profunda emoción escuchamos a Cristo mismo cuando dice: «La palabra que oís no es mía, sino del Padre, que me ha enviado». En esta afirmación de nuestro Maestro, ¿no se advierte quizás la responsabilidad por la verdad revelada, que es «propiedad» de Dios mismo, si incluso Él, «Hijo unigénito» que vive «en el seno del Padre», cuando la transmite como profeta y maestro, siente la necesidad de subrayar que actúa en fidelidad plena a su divina fuente? La misma fidelidad debe ser una cualidad constitutiva de la fe de la Iglesia, ya sea cuando enseña, ya sea cuando la profesa. La fe, como virtud sobrenatural específica infundida en el espíritu humano, nos hace partícipes del conocimiento de Dios, como respuesta a su Palabra revelada. Por esto se exige de la Iglesia, cuando profesa y enseña la fe, esté íntimamente unida a la verdad divina  y la traduzca en conductas vividas de «rationabile obsequium», obsequio conforme con la razón. Cristo mismo, para garantizar la fidelidad a la verdad divina, prometió a la Iglesia la asistencia especial del Espíritu de verdad, dio el don de la infalibilidad  a aquellos a quienes ha confiado el mandato de transmitir esta verdad y de enseñarla  —como había definido ya claramente el Concilio Vaticano I  y, después, repitió el Concilio Vaticano II — y dotó, además, a todo el Pueblo de Dios de un especial sentido de la fe. (19)

A la luz de esta doctrina, resulta aún más clara la razón por la que toda la vida sacramental de la Iglesia y de cada cristiano alcanza su vértice y su plenitud precisamente en la Eucaristía. En efecto, en este Sacramento se renueva continuamente, por voluntad de Cristo, el misterio del sacrificio, que Él hizo de sí mismo al Padre sobre el altar de la Cruz: sacrificio que el Padre aceptó, cambiando esta entrega total de su Hijo que se hizo «obediente hasta la muerte» con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección...   ...El precio «de nuestra redención demuestra, igualmente, el valor que Dios mismo atribuye al hombre, demuestra nuestra dignidad en Cristo. Llegando a ser, en efecto, «hijos de Dios»...   ...participamos en la única e irreversible devolución del hombre y del mundo al Padre, que Él, Hijo eterno y al mismo tiempo verdadero Hombre, hizo de una vez para siempre... (20)

Al celebrar el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor, es necesario respetar la plena dimensión del misterio divino, el sentido pleno de este signo sacramental en el cual Cristo, realmente presente es recibido, el alma es llenada de gracias y es dada la prenda de la futura gloria. De aquí deriva el deber de una rigurosa observancia de las normas litúrgicas y de todo lo que atestigua el culto comunitario tributado a Dios mismo, tanto más porque, en este signo sacramental, Él se entrega a nosotros con confianza ilimitada, como si no tomase en consideración nuestra debilidad humana, nuestra indignidad, los hábitos, las rutinas o, incluso, la posibilidad de ultraje. Todos en la Iglesia, pero sobre todo los Obispos y los Sacerdotes, deben vigilar para que este Sacramento de amor sea el centro de la vida del Pueblo de Dios, para que, a través de todas las manifestaciones del culto debido, se procure devolver a Cristo «amor por amor», para que Él llegue a ser verdaderamente «vida de nuestras almas». Ni, por otra parte, podremos olvidar jamás las siguientes palabras de San Pablo: «Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz». (20)

Cristo, que invita al banquete eucarístico, es siempre el mismo Cristo que exhorta a la penitencia, que repite el «arrepentíos»...  ... En Cristo, en efecto, el sacerdocio está unido con el sacrificio propio, con su entrega al Padre; y tal entrega, precisamente porque es ilimitada, hace nacer en nosotros —hombres sujetos a múltiples limitaciones— la necesidad de dirigirnos hacia Dios de forma siempre más madura y con una constante conversión, siempre más profunda. (20)

No podemos, sin embargo, olvidar que la conversión es un acto interior de una especial profundidad, en el que el hombre no puede ser sustituido por los otros, no puede hacerse «reemplazar» por la comunidad. Aunque la comunidad fraterna de los fieles, que participan en la celebración penitencial, ayude mucho al acto de la conversión personal, sin embargo, en definitiva, es necesario que en este acto se pronuncie el individuo mismo, con toda la profundidad de su conciencia, con todo el sentido de su culpabilidad y de su confianza en Dios, poniéndose ante Él, como el salmista, para confesar: «contra ti solo he pecado». (20)

Es el derecho a un encuentro del hombre más personal con Cristo crucificado que perdona, con Cristo que dice, por medio del ministro del sacramento de la Reconciliación: «tus pecados te son perdonados»; «vete y no peques más». Como es evidente, éste es al mismo tiempo el derecho de Cristo mismo hacia cada hombre redimido por Él. Es el derecho a encontrarse con cada uno de nosotros en aquel momento-clave de la vida del alma, que es el momento de la conversión y del perdón. (20)
La participación en la misión real de Cristo, o sea el hecho de re-descubrir en sí y en los demás la particular dignidad de nuestra vocación, que puede definirse como «realeza». Esta dignidad se expresa en la disponibilidad a servir, según el ejemplo de Cristo, que «no ha venido para ser servido, sino para servir»...  ...Para la entera comunidad del Pueblo de Dios y para cada uno de sus miembros, no se trata sólo de una específica «pertenencia social», sino que es más bien esencial, para cada uno y para todos, una concreta «vocación».... debemos sobre todo ver a Cristo, que dice en cierto modo a cada miembro de esta comunidad: «Sígueme». Esta es la comunidad de los discípulos; cada uno de ellos, de forma diversa, a veces muy consciente y coherente, a veces con poca responsabilidad y mucha incoherencia, sigue a Cristo. (21)

Este es precisamente el principio de aquel «servicio real», que nos impone a cada uno, según el ejemplo de Cristo, el deber de exigirnos exactamente aquello a lo que hemos sido llamados, a lo que —para responder a la vocación— nos hemos comprometido personalmente, con la gracia de Dios. Tal fidelidad a la vocación recibida de Dios, a través de Cristo, lleva consigo aquella solidaria responsabilidad por la Iglesia. ...... Esto, al igual que los esposos, que deben con todas sus fuerzas tratar de perseverar en la unión matrimonial, construyendo con el testimonio del amor la comunidad familiar y educando nuevas generaciones de hombres, capaces de consagrar también ellos toda su vida a la propia vocación, o sea, a aquel «servicio real», cuyo ejemplo más hermoso nos lo ha ofrecido Jesucristo. (21)

En nuestro tiempo se considera a veces erróneamente que la libertad es fin en sí misma, que todo hombre es libre cuando usa de ella como quiere, que a esto hay que tender en la vida de los individuos y de las sociedades. La libertad en cambio es un don grande sólo cuando sabemos usarla responsablemente para todo lo que es el verdadero bien. Cristo nos enseña que el mejor uso de la libertad es la caridad que se realiza en la donación y en el servicio. (21)

 Resuenan como un eco sonoro las palabras dichas por Él: «sin mí nada podéis hacer». No sólo sentimos la necesidad, sino también un imperativo categórico por una grande, intensa, creciente oración de toda la Iglesia. Solamente la oración puede lograr que todos estos grandes cometidos y dificultades que se suceden no se conviertan en fuente de crisis, sino en ocasión y como fundamento de conquistas cada vez más maduras en el camino del Pueblo de Dios hacia la Tierra Prometida. (22)





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