miércoles, 7 de marzo de 2018

SACRAMENTUM CARITATIS




EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL
SACRAMENTUM CARITATIS
DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
SOBRE LA EUCARISTÍA

La conversión sustancial del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre introduce en la creación el principio de un cambio radical, como una forma de « fisión nuclear », por usar una imagen bien conocida hoy por nosotros, que se produce en lo más íntimo del ser; un cambio destinado a suscitar un proceso de transformación de la realidad, cuyo término último será la transfiguración del mundo entero, el momento en que Dios será todo para todos (cf. 1 Co 15,28). (11)

San Cirilo de Jerusalén, en susCatequesis, recuerda que nosotros « invocamos a Dios misericordioso para que mande su Santo Espíritu sobre las ofrendas que están ante nosotros, para que Él convierta el pan en cuerpo de Cristo y el vino en sangre de Cristo. Lo que toca el Espíritu Santo es santificado y transformado totalmente » (13)  

La belleza de la liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. El memorial del sacrificio redentor lleva en sí mismo los rasgos de aquel resplandor de Jesús del cual nos han dado testimonio Pedro, Santiago y Juan cuando el Maestro, de camino hacia Jerusalén, quiso transfigurarse ante ellos (cf. Mc 9,2). La belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza. (35)

En el pan y el vino que llevamos al altar toda la creación es asumida por Cristo Redentor para ser transformada y presentada al Padre. En este sentido, llevamos también al altar todo el sufrimiento y el dolor del mundo, conscientes de que todo es precioso a los ojos de Dios. (47)

No se puede esperar una participación activa en la liturgia eucarística cuando se asiste superficialmente, sin antes examinar la propia vida. Favorece dicha disposición interior, por ejemplo, el recogimiento y el silencio, al menos unos instantes antes de comenzar la liturgia, el ayuno y, cuando sea necesario, la confesión sacramental. Un corazón reconciliado con Dios permite la verdadera participación. En particular, es preciso persuadir a los fieles de que no puede haber una actuosa participatio en los santos Misterios si no se toma al mismo tiempo parte activa en la vida eclesial en su totalidad, la cual comprende también el compromiso misionero de llevar el amor de Cristo a la sociedad. (55)

Por lo que se refiere al valor de la participación en la santa Misa que los medios de comunicación hacen posible, quien ve y oye dichas transmisiones ha de saber que, en condiciones normales, no cumple con el precepto dominical. En efecto, el lenguaje de la imagen representa la realidad, pero no la reproduce en sí misma. Si es loable que ancianos y enfermos participen en la santa Misa festiva a través de las transmisiones radiotelevisivas, no puede decirse lo mismo de quien, mediante tales transmisiones, quisiera dispensarse de ir al templo para la celebración eucarística en la asamblea de la Iglesia viva. (57)
                                        
Un signo convincente de la eficacia que la catequesis eucarística tiene en los fieles es sin duda el crecimiento en ellos del sentido del misterio de Dios presente entre nosotros. Eso se puede comprobar a través de manifestaciones específicas de veneración de la Eucaristía, hacia la cual el itinerario mistagógico debe introducir a los fieles. Pienso, en general, en la importancia de los gestos y de la postura, como arrodillarse durante los momentos principales de la Plegaria eucarística. Para adecuarse a la legítima diversidad de los signos que se usan en el contexto de las diferentes culturas, cada uno ha de vivir y expresar que es consciente de encontrarse en toda celebración ante la majestad infinita de Dios, que llega a nosotros de manera humilde en los signos sacramentales. (65)

El misterio « creído » y « celebrado » contiene en sí un dinamismo que lo convierte en principio de vida nueva en nosotros y forma de la existencia cristiana. En efecto, comulgando el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo se nos hace partícipes de la vida divina de un modo cada vez más adulto y consciente. Análogamente a lo que san Agustín dice en las Confesiones sobre el Logos eterno, alimento del alma, poniendo de relieve su carácter paradójico, el santo Doctor imagina que se le dice: « Soy el manjar de los grandes: crece, y me comerás, sin que por eso me transforme en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú te transformarás en mí ».[198] En efecto, no es el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; « nos atrae hacia sí ».
La Celebración eucarística aparece aquí con toda su fuerza como fuente y culmen de la existencia eclesial, ya que expresa, al mismo tiempo, tanto el inicio como el cumplimiento del nuevo y definitivo culto, la logiké latreía. A este respecto, las palabras de san Pablo a los Romanos son la formulación más sintética de cómo la Eucaristía transforma toda nuestra vida en culto espiritual agradable a Dios: « Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable » (Rm 12,1). En esta exhortación se ve la imagen del nuevo culto como ofrenda total de la propia persona en comunión con toda la Iglesia. La insistencia del Apóstol sobre la ofrenda de nuestros cuerpos subraya la concreción humana de un culto que no es para nada desencarnado. A este propósito, el santo de Hipona nos sigue recordando que « éste es el sacrificio de los cristianos: es decir, el llegar a ser muchos en un solo cuerpo en Cristo.  (70)

El cristiano está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios. De aquí toma forma la naturaleza intrínsecamente eucarística de la vida cristiana. La Eucaristía, al implicar la realidad humana concreta del creyente, hace posible, día a día, la transfiguración progresiva del hombre, llamado a ser por gracia imagen del Hijo de Dios (cf. Rm 8,29 s.). Todo lo que hay de auténticamente humano —pensamientos y afectos, palabras y obras— encuentra en el sacramento de la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud. Aparece aquí todo el valor antropológico de la novedad radical traída por Cristo con la Eucaristía: el culto a Dios en la vida humana no puede quedar relegado a un momento particular y privado, sino que, por su naturaleza, tiende a impregnar todos los aspectos de la realidad del individuo. El culto agradable a Dios se convierte así en un nuevo modo de vivir todas las circunstancias de la existencia, en la que cada detalle queda exaltado al ser vivido dentro de la relación con Cristo y como ofrenda a Dios. La gloria de Dios es el hombre viviente (cf. 1 Co10,31). Y la vida del hombre es la visión de Dios. (71)

La vida de fe peligra cuando ya no se siente el deseo de participar en la Celebración eucarística, en que se hace memoria de la victoria pascual. Participar en la asamblea litúrgica dominical, junto con todos los hermanos y hermanas con los que se forma un solo cuerpo en Jesucristo, es algo que la conciencia cristiana reclama y que al mismo tiempo la forma. Perder el sentido del domingo, como día del Señor para santificar, es síntoma de una pérdida del sentido auténtico de la libertad cristiana, la libertad de los hijos de Dios. (73)

Puesto que el Sacrificio eucarístico alimenta y acrecienta en nosotros lo que ya se nos ha dado en el Bautismo, por el cual todos estamos llamados a la santidad, esto debería aflorar y manifestarse también en las situaciones o estados de vida en que se encuentra cada cristiano. Este, viviendo la propia vida como vocación, se convierte día tras día en culto agradable a Dios. Ya desde la reunión litúrgica, el Sacramento de la Eucaristía nos compromete en la realidad cotidiana para que todo se haga para gloria de Dios.
Puesto que el mundo es « el campo » (Mt 13,38) en el que Dios pone a sus hijos como buena semilla, los laicos cristianos, en virtud del Bautismo y de la Confirmación, y fortalecidos por la Eucaristía, están llamados a vivir la novedad radical traída por Cristo precisamente en las condiciones comunes de la vida. Han de cultivar el deseo de que la Eucaristía influya cada vez más profundamente en su vida cotidiana, convirtiéndolos en testigos visibles en su propio ambiente de trabajo y en toda la sociedad. (79)

La transformación moral que comporta el nuevo culto instituido por Cristo, es una tensión y un deseo cordial de corresponder al amor del Señor con todo el propio ser, a pesar de la conciencia de la propia fragilidad. Todo esto está bien reflejado en el relato evangélico de Zaqueo (cf. Lc 19,1-10). Después de haber hospedado a Jesús en su casa, el publicano se ve completamente transformado: decide dar la mitad de sus bienes a los pobres y devuelve cuatro veces más a quienes había robado. El impulso moral, que nace de acoger a Jesús en nuestra vida, brota de la gratitud por haber experimentado la inmerecida cercanía del Señor.   (82)

El culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe. Obviamente, esto vale para todos los bautizados, pero tiene una importancia particular para quienes, por la posición social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores católicos, conscientes de su grave responsabilidad social, deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana. (83)

En la Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano y hermana. Nace así, en torno al Misterio eucarístico, el servicio de la caridad para con el prójimo, que « consiste precisamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo ». De ese modo, en las personas que encuentro reconozco a hermanos y hermanas por los que el Señor ha dado su vida amándolos « hasta el extremo » (Jn 13,1). Por consiguiente, nuestras comunidades, cuando celebran la Eucaristía, han de ser cada vez más conscientes de que el sacrificio de Cristo es para todos y que, por eso, la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse « pan partido » para los demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo y fraterno. Pensando en la multiplicación de los panes y los peces, hemos de reconocer que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera persona: « dadles vosotros de comer » (Mt 14,16). En verdad, la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo. (88)

Cristo, por el memorial de su sacrificio, refuerza la comunión entre los hermanos y, de modo particular, apremia a los que están enfrentados para que aceleren su reconciliación abriéndose al diálogo y al compromiso por la justicia. No cabe duda de que las condiciones para establecer una paz verdadera son la restauración de la justicia, la reconciliación y el perdón. De esta toma de conciencia nace la voluntad de transformar también las estructuras injustas para restablecer el respeto de la dignidad del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios.  (89)

Para desarrollar una profunda espiritualidad eucarística que pueda influir también de manera significativa en el campo social, se requiere que el pueblo cristiano tenga conciencia de que, al dar gracias por medio de la Eucaristía, lo hace en nombre de toda la creación, aspirando así a la santificación del mundo y trabajando intensamente para tal fin. La Eucaristía misma proyecta una luz intensa sobre la historia humana y sobre todo el cosmos. (92)


lunes, 5 de marzo de 2018

DEUS CHARITAS EST






EXTRACTO DE LA CARTA ENCÍCLICA

DEUS CARITAS EST

DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XVI

SOBRE EL AMOR CRISTIANO


En estas rápidas consideraciones sobre el concepto de eros en la historia y en la actualidad sobresalen claramente dos aspectos. Ante todo, que entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni « envenenarlo », sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza... Pero ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo el amor —el eros— puede madurar hasta su verdadera grandeza. (5)

El Antiguo Testamento denomina, con un vocablo de fonética similar, « agapé », el cual, como hemos visto, se convirtió en la expresión característica para la concepción bíblica del amor. En oposición al amor indeterminado y aún en búsqueda, este vocablo expresa la experiencia del amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta que predominaba claramente en la fase anterior. Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca... Ciertamente, el amor es « éxtasis », pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios: « El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará » (Lc 17, 33). (6)

Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto —como nos dice el Señor— que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34). (7)

Esta novedad de la fe bíblica se manifiesta sobre todo en dos puntos que merecen ser subrayados: la imagen de Dios y la imagen del hombre. (8)

Ciertamente, la idea de una creación existe también en otros lugares, pero sólo aquí queda absolutamente claro que no se trata de un dios cualquiera, sino que el único Dios verdadero, Él mismo, es el autor de toda la realidad; ésta proviene del poder de su Palabra creadora. Lo cual significa que estima a esta criatura, precisamente porque ha sido Él quien la ha querido, quien la ha « hecho ». Y así se pone de manifiesto el segundo elemento importante: este Dios ama al hombre. (9)

El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor.(10)

En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: « Dios es amor » (1 Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar.(12)

La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. (14)

En fin, se ha de recordar de modo particular la gran parábola del Juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el cual el amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana. Jesús se identifica con los pobres: los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados. « Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis » (Mt 25, 40). Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios. (15)


En el desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por « concluido » y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle,[9] querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío.[10] Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28). (17)


La justicia es el objeto y, por tanto, también la medida intrínseca de toda política. La política es más que una simple técnica para determinar los ordenamientos públicos: su origen y su meta están precisamente en la justicia, y ésta es de naturaleza ética. Así, pues, el Estado se encuentra inevitablemente de hecho ante la cuestión de cómo realizar la justicia aquí y ahora. Pero esta pregunta presupone otra más radical: ¿qué es la justicia? Éste es un problema que concierne a la razón práctica; pero para llevar a cabo rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente...   
Esto significa que la construcción de un orden social y estatal justo, mediante el cual se da a cada uno lo que le corresponde, es una tarea fundamental que debe afrontar de nuevo cada generación. Tratándose de un quehacer político, esto no puede ser un cometido inmediato de la Iglesia. Pero, como al mismo tiempo es una tarea humana primaria, la Iglesia tiene el deber de ofrecer, mediante la purificación de la razón y la formación ética, su contribución específica, para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables.
La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política. No obstante, le interesa sobremanera trabajar por la justicia esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien...
El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido —cualquier ser humano— necesita: una entrañable atención personal. Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiaridad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio. La Iglesia es una de estas fuerzas vivas: en ella late el dinamismo del amor suscitado por el Espíritu de Cristo. Este amor no brinda a los hombres sólo ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, un ayuda con frecuencia más necesaria que el sustento material. La afirmación según la cual las estructuras justas harían superfluas las obras de caridad, esconde una concepción materialista del hombre: el prejuicio de que el hombre vive « sólo de pan » (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3), una concepción que humilla al hombre e ignora precisamente lo que es más específicamente humano. (28)


El deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos. Como ciudadanos del Estado, están llamados a participar en primera persona en la vida pública. Por tanto, no pueden eximirse de la « multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común ».[21] La misión de los fieles es, por tanto, configurar rectamente la vida social, respetando su legítima autonomía y cooperando con los otros ciudadanos según las respectivas competencias y bajo su propia responsabilidad.[22] Aunque las manifestaciones de la caridad eclesial nunca pueden confundirse con la actividad del Estado, sigue siendo verdad que la caridad debe animar toda la existencia de los fieles laicos y, por tanto, su actividad política, vivida como « caridad social ».[23] (29)

a) Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia deben distinguirse por no limitarse a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención que sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una « formación del corazón »: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6)...
b) Una parte de la estrategia marxista es la teoría del empobrecimiento: quien en una situación de poder injusto ayuda al hombre con iniciativas de caridad —afirma— se pone de hecho al servicio de ese sistema injusto, haciéndolo aparecer soportable, al menos hasta cierto punto. Se frena así el potencial revolucionario y, por tanto, se paraliza la insurrección hacia un mundo mejor. De aquí el rechazo y el ataque a la caridad como un sistema conservador del statu quo. En realidad, ésta es una filosofía inhumana. El hombre que vive en el presente es sacrificado al Moloc del futuro, un futuro cuya efectiva realización resulta por lo menos dudosa. La verdad es que no se puede promover la humanización del mundo renunciando, por el momento, a comportarse de manera humana. A un mundo mejor se contribuye solamente haciendo el bien ahora y en primera persona, con pasión y donde sea posible, independientemente de estrategias y programas de partido...
c) Además, la caridad no ha de ser un medio en función de lo que hoy se considera proselitismo. El amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos.[30] Pero esto no significa que la acción caritativa deba, por decirlo así, dejar de lado a Dios y a Cristo. Siempre está en juego todo el hombre. Con frecuencia, la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios. Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor. Sabe que Dios es amor (1 Jn 4, 8) y que se hace presente justo en los momentos en que no se hace más que amar. (31)

El criterio inspirador de su actuación debería ser lo que se dice en la Segunda carta a los Corintios: « Nos apremia el amor de Cristo » (5, 14). La conciencia de que, en Él, Dios mismo se ha entregado por nosotros hasta la muerte, tiene que llevarnos a vivir no ya para nosotros mismos, sino para Él y, con Él, para los demás. Quien ama a Cristo ama a la Iglesia y quiere que ésta sea cada vez más expresión e instrumento del amor que proviene de Él. (33)

En su himno a la caridad (cf. 1 Co 13), san Pablo nos enseña que ésta es siempre algo más que una simple actividad: « Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve » (v. 3). Este himno debe ser la Carta Magna de todo el servicio eclesial; en él se resumen todas las reflexiones que he expuesto sobre el amor a lo largo de esta Carta encíclica. La actuación práctica resulta insuficiente si en ella no se puede percibir el amor por el hombre, un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo. La íntima participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte así en un darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona. (34)

 A veces, el exceso de necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones le harán sentir la tentación del desaliento. Pero, precisamente entonces, le aliviará saber que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos del Señor; se liberará así de la presunción de tener que mejorar el mundo —algo siempre necesario— en primera persona y por sí solo. Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas. Sin embargo, hacer todo lo que está en nuestras manos con las capacidades que tenemos, es la tarea que mantiene siempre activo al siervo bueno de Jesucristo: « Nos apremia el amor de Cristo » (2 Co 5, 14). (35)

En esta situación, el contacto vivo con Cristo es la ayuda decisiva para continuar en el camino recto: ni caer en una soberbia que desprecia al hombre y en realidad nada construye, sino que más bien destruye, ni ceder a la resignación, la cual impediría dejarse guiar por el amor y así servir al hombre. La oración se convierte en estos momentos en una exigencia muy concreta, como medio para recibir constantemente fuerzas de Cristo. Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo haga pensar en una situación de emergencia y parezca impulsar sólo a la acción. (36)

Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo de muchos cristianos comprometidos en el servicio caritativo. Obviamente, el cristiano que reza no pretende cambiar los planes de Dios o corregir lo que Dios ha previsto. Busca más bien el encuentro con el Padre de Jesucristo, pidiendo que esté presente, con el consuelo de su Espíritu, en él y en su trabajo. La familiaridad con el Dios personal y el abandono a su voluntad impiden la degradación del hombre, lo salvan de la esclavitud de doctrinas fanáticas y terroristas. Una actitud auténticamente religiosa evita que el hombre se erija en juez de Dios, acusándolo de permitir la miseria sin sentir compasión por sus criaturas. Pero quien pretende luchar contra Dios apoyándose en el interés del hombre, ¿con quién podrá contar cuando la acción humana se declare impotente? (37)

SAMARITANUS BONUS